Colombia es un país de regiones, muy distintas las unas de las otras, que no puede entenderse ni gobernarse desde Bogotá. Hay que ir a la Colombia lejana, profunda, con muy pocos votos pero que en su realidad refleja de manera más aguda los más graves problemas del país.
También es indispensable ir a los barrios marginados y hablar con los más vulnerables. Las zonas rosas son, para muchos ciudadanos, apenas un espejismo, una fantasía que nada tiene que ver con la cruda y dura cotidianidad de esas mayorías. En ese ejercicio, me puse en la tarea de visitar Siloé, el emblemático barrio de las laderas caleñas, y de hablar con líderes de la llamada «primera línea». Tenía el afán de comprender al detalle que movió a esos jóvenes a irse al paro y participar en los bloqueos de mayo y junio. Sabía que los impactos económicos de la pandemia se habían cebado especialmente con los jóvenes, que tienen un índice de desempleo del doble del promedio nacional, pero intuía que había algo más que el malestar por los efectos de la crisis.
Aunque no fue fácil, con la ayuda invaluable de un amigo conseguí conversar con tres de ellos que rechazaron la violencia y, presionados por sus mismas comunidades, contribuyeron a que cesaran los bloqueos. Por cierto, por eso hoy son perseguidos por los grupos armados ilegales que los penetraron y manipularon. Para mi sorpresa, y es el motivo de esta reflexión, todos coincidieron en que no buscaban más subsidios, alivios o ayudas del Estado. Lo que querían era oportunidades de empleo y facilidades para el emprendimiento. Su apuesta y su deseo de futuro, como la de la mayoría de los muchachos que he hablado en todo el país, no es la de ser mantenidos sino la de depender de sí mismos, de su esfuerzo, de su trabajo.
Pero necesitan herramientas que no les estamos dando, en especial educación de calidad. A los muchachos les hemos vendido la idea de que si estudian tendrán su futuro asegurado y que la educación es la escalera del ascenso social, de superación definitiva de la pobreza. Pero tal cosa no está ocurriendo y constatarlo les genera una enorme rabia y frustración. Ven que su trabajo y sacrificio para estudiar, y el de sus padres, no se ve recompensado. La educación que reciben no les da las herramientas para ser empleados productivos ni para que sus emprendimientos, casi siempre informales, sean exitosos.
Por un lado, el sistema educativo tiene brechas de cobertura que es indispensable cerrar. Una, fundamental, en la educación preescolar. En los hogares más pobres apenas un 36% asiste a instituciones de cuidado para la primera infancia. El déficit se refleja rápidamente en la aptitud escolar y otras pruebas de inteligencia. Desde los 36 meses la prueba de vocabulario de imágenes visuales muestran de manera inequívoca un mucho mejor desempeño, casi un 50% superior, de los niños del tercio de hogares más ricos que los del tercio más pobre. Y la desventaja nunca se acorta con la mayor edad.
Por el otro, ocurre que aún los niños que fueron a guarderías públicas y que después van a las escuelas oficiales primarias y secundarias tienen en todo caso menor desempeño que aquellos que consiguen ingresar y pagar colegios privados, niños estos que corresponden a hogares de mejores ingresos, excepto en los estratos uno y dos, donde las diferencias son casi inexistentes porque la educación privada en esos niveles es igual de mala a la pública. Así lo reflejan las pruebas Saber. Hay un incremento sostenido en los puntajes si son mayores los ingresos familiares. Como muestra un estudio reciente de Ferguson y Flórez, los puntajes promedio de los niños cuyos hogares tienen ingresos de 5 o más salarios mínimos son casi un 80% superiores de los de hogares con ingresos menores a un salario mínimo, el doble de los de ingresos entre 1 y 2 salarios, y casi un 20% mejores que los de los de hogares entre 3 y 5 salarios.
El panorama de la diferencia de la calidad educativa se refleja en los resultados globales: el puntaje en las pruebas Saber a favor de los muchachos de los colegios privados sobre los de las escuelas públicas era de 24 puntos. La brecha se amplió con la pandemia y ahora es de 29,5. La diferencia la hacen tanto el acceso a internet como que en los colegios privados había una mejor preparación para la educación virtual. Está claro, en todo caso, que la virtualidad ahonda la brecha.
Así las cosas, los muchachos más pobres tienen menos oportunidades de ir a un preescolar, cuando lo hacen y acceden a los colegios oficiales reciben, con contadas excepciones, una educación de mucha menor calidad, su riesgo de deserción es mucho mayor que el de los hijos de hogares de más ingresos y, como he señalado en otra ocasión, con todo ello aumentan sustantivamente sus riesgos de ser objeto de violencia homicida (el homicidio tiene una relación directa con la escolaridad. Si usted es universitario, su posibilidad de morir asesinado cae al 0,12%. El año pasado solo 14 de 11.880 asesinados tenían título universitario).
En cualquier caso, los datos muestran que el sistema educativo colombiano no disminuye la desigualdad y no prepara adecuadamente a los jóvenes ni para el empleo ni para el emprendimiento. La clave está en mejorar la calidad. Las maneras de hacerlo se examinarán en una próxima columna.
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