Si los colombianos decidiéramos homenajear con un minuto de silencio a cada víctima del conflicto armado, tendríamos que permanecer callados durante 17 años. Es probable que cada familia del país tenga una historia de al menos uno de sus miembros que encontró de frente la cara más tenebrosa de lo que somos como nación. Y es igual de probable que existan igual número de opiniones frente a lo que estas familias y sobrevivientes deberían hacer con su dolor.
Cuando la paz se abría paso en la agenda nacional, los colombianos miramos, quizás por primera vez, a las víctimas de esta guerra cíclica. Muchos las abrazamos, las rodeamos, quisimos escuchar su historia, conocer lo que había pasado y exigir junto a ellas la verdad, la reparación y la no repetición. El perdón para la reconciliación se empezó a enarbolar como la gran meta de un proceso lleno de esperanza. Ese tiempo de sueños es ya anecdótico y el acuerdo que se firmó fue hecho en gran parte trizas por muchos que lo veían llenos de ira.
Hoy cada flor que abre sus pétalos en medio del desierto de la desesperanza es celebrada con entusiasmo, cada graduación de excombatientes, cada acto de reconciliación, cada emprendimiento para superar la pobreza de quienes entregaron las armas, cada muestra de que la paz sigue viva es sinónimo de fiesta para quienes conservamos la terquedad del optimismo. Por esto, cuando en Bogotá una víctima le negó un abrazo a Griselda Lobo, exjefa guerrillera de las FARC, pidiéndole más tiempo para superar su dolor y algún día darle el abrazo, todos nos sorprendimos, algunos de los que cargan con la ira celebraron y uno que otro le reclamó a la víctima perdonar y avanzar. Existe un discurso nacido de la buena intención de superar la guerra que hace del perdón casi que una obligación para cada víctima en el país. Un discurso que asume que estas víctimas perdonarán a sus victimarios con la mera firma del acuerdo o con la sola decisión de apostarle a la paz. La ética del perdón como una de las mayores demostraciones de resiliencia y nobleza de un ser humano.
Y por supuesto que el perdón dignifica, que el perdón enaltece, tanto a quien lo pide como a quien lo otorga, pero no es una decisión general, ni siquiera un acto de mera voluntad. El perdón llega, siempre siempre, precedido del duelo, de ese proceso tan personal y distinto en cada individuo, en ese camino que se emprende después de la tormenta, después de aceptar que la vida cambió, después de llorar las lágrimas que haya que llorar, después de gritar los gritos que haya que gritar, especialmente, después de odiar a todo aquel que haya odiar, con tal intensidad que se agote en el cuerpo las lágrimas, los gritos y los odios. Ningún perdón nace en un alma que albergue rencor.
El odio, por supuesto, es una consecuencia de la tragedia, el rencor generalmente se anida en el vacío de la ausencia. Y es por eso por lo que el duelo es el único mecanismo del ser humano para poder seguir adelante, para que la vida, que siempre dolerá, pueda emprender un camino que no vaya hacia la venganza o hacia la desidia. Este duelo, como dije anteriormente, es un proceso personal, diferente, inexplicable, que no tiene plazos ni normas, que en un día avanza y en otros tres retrocede. Nadie tiene la fórmula mágica para superarlo, nadie tiene porqué adelantarlo o afanarlo, cada víctima surtirá su proceso cuando y como deba. A ellas, las víctimas, a todas sin excepción alguna, respetémosles al menos el derecho al duelo.
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