El COVID-19 y una inmunidad ilusoria

Mientras en China se libraba una batalla desesperada contra un agente que nadie podía ver, a este lado del planeta la vida seguía su rumbo normal, sin que se viese alterada, de ninguna manera, la tranquilidad que nos caracteriza. Entre enero y febrero, al otro lado del mundo y producto de un organismo que se propaga con facilidad, se cerraban mercados, se construían hospitales y se aislaban ciudades con millones de habitantes y, al mismo tiempo y de esta parte del globo, nosotros, me atrevería a afirmar, continuábamos impávidos ante el hecho de que a kilómetros de nuestras casas las personas se viesen aquejadas por una infección respiratoria y la economía de un par de naciones se derrumbaba a zancadas.

Recordemos que, antes de que terminara el primer mes del año, ya el país en el que se originó el virus contaba con más de 100 muertos y el número de infectados superaba otro tipo de brotes mortales como el del SARS. El 10 de febrero, el mundo lamentaba 1000 muertos y 10 días después la cifra se duplicó. Ahora bien, ¿Cuántos de nosotros, comenzando el año, pasamos, no del todo indiferentes, pero sí quizá despreocupados, ante las lamentables cifras e imágenes que nos llegaban de China y, en general, de Asia y el mundo?

Creo que fueron muy pocos los hombres que, conociendo la existencia del virus, lo tomaron como un asunto digno de atención y cuidado, aun cuando este no estuviese dentro de sus fronteras. Según el diario La república si bien los casos en Occidente aún eran esporádicos, las noticias estadounidenses informaron el desarrollo de la epidemia en China. La perspectiva de la población en ese momento era que el virus era algo muy distante, incluso algo totalmente extraño o que no afectaba la realidad del país norteamericano.

Al igual que le ocurrió a la población americana, creo que así ocurrió casi con cualquier población que, por su ubicación geográfica, se encontraba lejos de China. La mayoría, creo yo, nos mantuvimos sosegados y tranquilos ante lo que al otro lado del mundo estaba causando estragos. A continuación, un informe de El tiempo, similar al caso norteamericano: Parecía una realidad distante hasta que se acercó demasiado. Ahora, cuando se han confirmado casos del nuevo coronavirus en Brasil, México, Ecuador y República Dominicana y unas islas del Caribe, es cuando muchos venezolanos han comenzado a preocuparse por este virus.

Ambas referencias dejan en evidencia dos hechos que, de una u otra manera, parecen ir de la mano; en el primero podemos notar que los eventos solo parecen adquirir importancia cuando no afecta, directamente, la realidad de mi país. En el segundo, por su parte, se afirma que, si bien hay realidades lejanas, estas son solo dignas de preocupación cuando se acercan demasiado. Es decir, los problemas devienen en problemas o, cuando afectan la realidad de mi nación o cuando se acerca lo suficiente como para convertirse en una amenaza potencial.

¿Acaso usted, por allá en los últimos días de enero, no sintió cierto grado seguridad al saber que la cuna de tal amenaza estaba muy lejos de los suyos o de usted mismo? Si al igual que para mí su respuesta es afirmativa, es un deber preguntarnos ¿Qué razón tuvimos en aquel entonces para no alterar nuestra agradable serenidad y continuar nuestras vidas con una calma absoluta? Al proponer una respuesta, no pretendo imponer una postura, sino, simplemente, sugerir una explicación. Según mi consideración, nuestra serenidad se sustentó en una peculiaridad tan abstracta, como ilusoria: la distancia.

Hubo quienes nos sentimos inmunes al virus al enterarnos de que este agente nació en un mercado local a millones de kilómetros de nuestra casa, de nuestros padres, de nuestras vidas; y, entonces, supusimos que, puesto que este mercado estaba tan lejos, tan absurdamente lejos de nuestra comodidad nunca llegaría, siquiera, a molestarnos. Así, nos creímos la idea de que China, al no ser un país vecino, nos hacía inmunes y en ese sentido el asunto no debía, de ninguna manera, ser señal de alerta. La distancia, imaginamos nosotros, nos otorgaba una inmunidad que, con el pasar de las semanas, se fue diluyendo a medida que el virus franqueaba fronteras y atravesaba continentes.

Sólo cuando vimos que la llegada de los curiosos y diminutos agentes era inminente, las alertas empezaron a ser encendidas. Sólo cuando la distancia ya era demasiado corta, el problema, ahora sí, era un problema. Pero, ¿qué podríamos esperar? ¿acaso dimos por sentado que mientras al otro lado del mundo una sociedad se derrumbaba nosotros podríamos estar impávidos sin sospechar siquiera que la amenaza que aquejaba oriente en cierta medida ya era una amenaza para nosotros, sin importar cuantos kilómetros hay entre ellos y nosotros? En este sentido, la filósofa americana Judith Butler, en relación a esta pandemia, afirma:

El virus no discrimina. Podríamos decir que nos trata por igual, nos pone igualmente en riesgo de enfermar, perder a alguien cercano y vivir en un mundo de inminente amenaza. Por cierto, se mueve y ataca, el virus demuestra que la comunidad humana es igualmente frágil.

Fragilidad que, por cierto, no se supera con una ubicación geográfica. Vivir en un mundo excesivamente conectado implica ciertas obligaciones. Obligaciones que pueden llegar a ser morales, incluso. En un mundo como el nuestro es un mandato considerar moralmente no solo a aquellos que tenemos como vecinos, sino también al resto de hombres al otro lado del mundo, a quienes nunca les hemos escuchado la voz y a quienes tampoco hemos mirado a los ojos. Es necesario romper la burbuja ilusoria y comprender hoy, más que nunca, que ese otro, que puede estar en el más apartado de los lugares, también hace parte de mí y que compartimos una fragilidad idéntica. En este sentido, somos iguales y ninguna distancia logrará borrar ese hecho.

La indiferencia de sentirnos ajenos al otro es producto de una barrera que no existe, barrera irreal, que nos protege con una inmunidad ilusoria. Es apremiante convencernos de que mi vulnerabilidad es, también, la vulnerabilidad del mundo y que cualquier muerte, por más lejos que ocurra, tiene alguna relación conmigo o, como lo afirma John Donne:

Nadie es una isla, completo en sí mismo; Cada hombre es un pedazo de continente, una parte del planeta (…) La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad. Por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas: están doblando por ti.

Andrés Restrepo Gil

Me gusta la historia, la filosofía y la literatura. siendo esta última, entre las tres, mi preferida. Entre mis autores favoritos está Tolstoi, por el bello arte que posee para plasmar caracteres y Poe, por su agilidad para crear situaciones. También disfruto de la música y, más que ello o, quizás, más que nada, viajar.

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