El conflicto armado nos enseñó a hablar pasito, a dejar que la voz se susurré como el viento enfermo: sin ganas, apenas perceptible.
No hay zona urbana, rural o centro poblado en Antioquia donde los habitantes no mencionen la palabra “guerrilla”, “guerrillero” o “paraco” sin hablar pasito, sin desarmarse, sin sentir que alguien más los escucha, sin sentir al menos un poco del temor que quedó en la memoria, del miedo que cicatrizó lento, de la herida que a veces se entreabre con un poco de dolor.
Ese susurro lo normalizamos, desde la infancia nos dicen “shhh” y nos callan poniendo el dedo índice en la boca. Es mejor evadir el tema, secretearse al oído o hacer expresiones en el rostro que significan que no se puede hablar de ello.
Algunas personas sienten el conflicto armado como un techo que se cae en la espalda o como una varilla que se atraviesa en el pecho; pero no se puede gritar, hay que aguantar y callar, sobre todo si se quiere mencionar alguna de esas palabras mágicas que no tienen magia.
A nuestros abuelos, a nuestros padres, a nosotros y a nuestros hijos también nos tocó hablar pasito, se nos tatuó en el cuerpo y en los labios esta conducta, esta subordinada manera de hacer casi invisible el gran monstruo del pasado que todavía es presente.
Durante décadas hemos navegado las penitencias de la guerra, nos hemos mantenido resilientes como un Samurái sin arma, con la lluvia del conflicto que nos acompaña a todas partes y diluye las lágrimas, esconde el sol, esconde la voz y deja que los actores del conflicto armado mantengan su temerosa e intimidante grandeza al menos entre los dientes.
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