“Los años no pasan por sus tablas y anaqueles, como si El Central fuera a estar allí siempre, con sus puertas abiertas y una pesa alemana, parecida a la balanza de Anubis, una deidad egipcia, en la que se pesa, no sólo el grano y los tubérculos, sino el corazón de todos”.
“Nos encontramos en la tienda de Don Pacho”, “Tengo que ir por dos bolsas de leche a donde Don Pacho”, “tráete medio kilo de papá y le pedís a Don Pacho que te lo anote”, son algunas de las referencias que aún vibran como ecos en las montañas y en el parque Santander, en el municipio de El Retiro. Hablar de “El Central” es acercarse a un espacio que ha ocupado un lugar importante, no solo en el parque, sino en el imaginario colectivo de la población guarceña. La tienda de “Don Pacho”, desconocida por muchos y perdida en un pueblo en las montañas del Oriente Antioqueño, aparece como un referente constante de ubicación y de encuentro, alrededor de estanterías, neveras, escaleras, costales, puchas y garabatos.
Fundada en 1916, aún funciona, a pesar de los traspiés, de las crisis, como la reciente pandemia, y las coyunturas sociales. Todavía hoy los guarceños acuden a El Central para hacerse con toda clase de víveres y abarrotes: Granos de maíz, frijoles, lentejas, heno, chocolate, productos enlatados, galletas, lácteos, papás, tabaco, velas, cerveza, entre otros. Y, a pesar del paso del tiempo, la tienda parece un espacio inmutable, al lado del parque y la alcaldía. Como si los años no pasaran por sus tablas y anaqueles, como si El Central fuera a estar allí siempre, con sus puertas abiertas y una pesa alemana, parecida a la balanza de Anubis, una deidad egipcia, en la que se pesa, no sólo el grano y los tubérculos, sino el corazón de todos los guarceños.
El Central es una más, de variados comercios que surgieron entre finales del siglo XIX y principios del XX en la región del Oriente Antioqueño. Los pueblos que antes dependían de epicentros como Rionegro o Marinilla ahora construían su independencia y, con el crecimiento de la población y la producción agrícola, fue necesario la aparición de intermediarios: los pequeños comerciantes que se encargaban de vender los abarrotes y los productos más básicos de la canasta familiar a todo el pueblo. El comerciante, inevitablemente, se convertía en un personaje representativo, conocido por todos los habitantes, ubicado en un espacio entre la zona urbana y el campo. Amigo de campesinos, arrieros, ganaderos, caficultores y habitantes pueblerinos. Algunos de ellos, establecían estrechos vínculos afectivos y eran reconocidos por su dedicación y amabilidad.
Porque eso sí, si de algo ha sido testimonio El Central es de constancia, transparencia y alegría. Una alegría y un humor vinculados a Don Pacho Vélez, antiguo dueño de la tienda y quien, durante muchos años, no sólo vendían abarrotes, sino que a través del diálogo amistoso con sus clientes creaba en una experiencia de compra o trueque un instante agradable en una cotidianidad difícil. Es un personaje que está grabado en la memoria del municipio por sus anécdotas, viajes y conversaciones. Más de un habitante mayor de cuarenta años tiene alguna anécdota o historia relacionada con el viejo y pragmático tendero. Una imagen de don Pacho, por ejemplo, que queda en la memoria de algunos, como cuenta Marta Agudelo de Peláez, es la del viejo comerciante con su bastón partiendo las pepas de los mamoncillos tiradas por los estudiantes. Así, las palomas, habitantes del parque, podían tener una mejor ingestión de los restos. Los niños aún hoy compran maíz en El Central para lanzárselo a los ávidos pájaros, en una suerte de homenaje inconsciente.
El trueque, como hemos visto, en sus inicios, era una forma de intercambio aceptada y bien vista. Don Pacho intercambiaba con los campesinos chocolate y panela por grano y café. En aquellos primeros tiempos este tipo de intercambio era fundamental y, en el campo, se convertía en un mecanismo de construcción de comunidad y vínculos afectivos. Don Pacho no era el único que lo aplicaba, también Don Antonio Mejía de El Centavo Menos, su principal competencia, quien abrió su negocio muy cerca, también en el parque. Ambas tiendas tenían un amplio flujo de clientes, sin embargo, El Central era el comercio favorito de las familias prestantes, que habitaban la zona cercana al parque Santander, como los Mejía, los Vallejo, los Botero o los Peláez, quienes solían preferir comprar allí, por la calidad de la mercancía importada y la conversación de un tendero ilustrado y viajero, amigo de un grupo de intelectuales locales e incluso del brujo de Otraparte, Don Fernando González.
Precisamente, quizás una de las historias más conocidas sobre Don Pacho sea la que aparece en “El Libro de los Viajes o de las Presencias” de González. Allí, mientras le sigue el rastro a su alterego Don Lucas Ochoa, González llega a El Retiro y se siente admirado por el clima y los paisajes. No logra dar con Don Lucas, pero sí con quien, al parecer, era su mayordomo o empleado. Francisco, que así se llama, hace varias alusiones a Don Pacho e, incluso, manda a pedir una botella de aguardiente para calentar la mañana a “El Central”. Francisco le cuenta a Fernando que Don Pacho se negó a prestarle un toro a Lucas Ochoa porque “don Pacho sostiene que ojeó a los animales. Esta novillona se dispuso ayer, y él me mandó donde don Pacho para que alquilara el toro Holstein…, pero don Pacho… pero don Pacho me dijo que no dejaba traer el toro, que ni riesgos…; que llevara la novillona yo” (Gonzalez, 2002, p. 70).
Don Pacho aparece en el texto de Gonzáles como un personaje folclórico, algo supersticioso, alegre y servicial. Además de enfatizar su carácter de referente importante, el filósofo, al recrear la figura de Don Pacho, lo convierte en un símbolo de pragmatismo, muy presente en los habitantes de los pueblos. El pragmatismo está, en este caso, vinculado a la figura del pequeño comerciante quien, ante la irrupción de un problema que le afecte de alguna manera, acude a su conocimiento práctico o, en su defecto en el caso de don Pacho, al humor como recurso para combatir el abatimiento.
Al parecer Gonzáles (y quizás su alterego Lucas Ochoa) vinieron en varias ocasiones a El Retiro y se sentaron a tomar aguardiente en el parque o El Central con Don Pacho, ¿de qué podrían hablar estos dos grandes amigos? Tal vez González le referiría sus peleas con el clero de Envigado. Tal vez don Pacho le hablaría de su último viaje a la India. Porque eso sí, Don Pacho tenía una gran pasión, a la que dedicó su tiempo libre y sus días: los viajes. Quería que su espacio no se redujera a su tienda, que bien podría ser el universo, sino a todo el planeta. Por eso hizo más de dieciocho viajes al exterior en los que recorrió toda clase de territorios exóticos y culturas diferentes. La India, Egipto, Israel, Francia, España, Argentina son solo algunos de los países recorridos por don Pacho en sus travesías. En las viejas fotografías vemos al comerciante vestido con atavíos de beduino o con la mirada perdida en el Taj Mahal. Es el registro de una época y el anhelo de Don Pacho de que su tienda, su espacio, no fuera sólo un cobertizo entablado con anaqueles y bloques de heno, sino el mundo mismo. Así, a su regreso, siempre tenía una historia que contar.
Don Pacho lograba, a través del humor, generar un contacto más fraternal con su clientela. A los que veía con más necesidad les fiaba y les dejaba pagar después, anotando juicioso en su libro de cuentas, que aún se conserva en El Central, el nombre y el apellido del deudor. Aunque, ciertamente, solía evitar y castigar a los deudores de larga data. También como vimos, solía autorizar el trueque como forma de pago, buscando las posibilidades de potenciar el intercambio comercial; sal marina, velas, café y tabaco eran algunos de los productos que podían entrar en la transacción. Los clientes, al sentirse tan cómodos y al entablar conversación, no dudaban en volver convirtiendo a “El Central” en un espacio, presente en su cotidianidad, para su abastecimiento. El granero tiene aún clientes que tienen sesenta, setenta e incluso ochenta años y desde jóvenes fueron asiduos del local.
En El Central aún se conservan algunos de los objetos de la época de Don Pacho: las publicidades de chocolate Cruz, la pesa alemana, el cuadro de las espigadoras de Millet, los garabatos, las puchas, el letrero de El Central, la escalera desgastada y hasta el gato, que aunque es diferente a los anteriores, parece vivir en este espacio desde hace décadas. Es la esfinge que duerme en medio de los costales de grano. El central está dividido en cuatro: la tienda, la bodega, una habitación pequeña y un sótano. Cada elemento allí presente parece querer narrar una historia, y hay que tener oídos para escucharla, hasta el más pequeño anaquel puede ser un cofre de cuentos y memorias.
Hay un momento de quiebre, aparece la tragedia. Transcurre el año de 1988 y Colombia está sumergida en una de sus peores crisis, vinculada al narcotráfico y a la violencia. Tres generaciones desaparecieron en un crujido de dedos: Gabriel Jaime Vallejo, asesinado en extrañas circunstancias; su padre, Rafael Vallejo Vélez, quien en los últimos años se encargaba del negocio, víctima de un infarto y del dolor por el hijo perdido; y justo un mes después su tío, el mismo Don Pacho Vélez, quién ya se encontraba muy anciano y, sin duda, a su vez, afectado por aquel torbellino de acontecimientos. En sus últimos días Don Pacho, quien ya solo iba a su tienda a dedicarse exclusivamente a la actividad social y recordar viejos tiempos, tenía dificultades para movilizarse y solía decir con frustración: “Yo que viajé por todo el mundo y no puedo viajar una cuadra”.
Parecía que la historia de El Central había llegado a su punto final. Pero el otro hijo de Rafael y sobrino nieto de Don Pacho, Don Enrique Vallejo, quien desde niño solía ayudar en el negocio, decidió tomar las riendas del local y salvarlo de un naufragio. Hoy junto a su esposa conservan el legado de Don Pacho y, todos los días del año, sin descansar, abren las puertas de El Central. Sólo cierran el primero de enero. Así llevan 28 años. Y, a pesar de la alta competencia, de los nuevos modelos de supermercados, que poco a poco invaden los municipios y acaban con los comercios tradicionales, el granero permanece en la lucha, al lado de la casa de gobierno y sus puertas se abren a todos los nostálgicos y amantes de la historia como una suerte de pequeño museo de la época dorada del comercio.
Las pasiones de Jorge Enrique: el fútbol, la literatura y el compartir con clientes y trabajadores. Con su larga barba blanca, que nos recuerda aquella que han cargado los grandes sabios como el doctor Uribe Ángel, se levanta y con su largo brazo alcanza algún frasco de las estanterías. Durante el mes de diciembre se pone aquel clásico traje rojo, que rima con su apariencia, y lo acerca a un asombroso parecido con Santa Claus. Se sienta en un sillón, a la entrada del Central, y escucha los deseos de los niños que anhelan regalos de navidad, como juguetes, dulces y videojuegos. El barbado tendero les da galletas y palabras de afecto y cariño. Por un momento deja de ser el comerciante, con un saber ancestral, y se convierte en el ídolo de niños, la representación de la navidad en occidente. Una tradición que se arraiga, con fuerza, en gran parte de nuestros pueblos antioqueños.
El negocio sigue siendo un referente de identidad, un espacio de encuentro, de abastecimiento y de conversación en El Retiro y sus más de cien años de historias, demarcan un trayecto, un cofre de relatos e historias. Es pertinente entender que es un espacio no sólo comercial, sino que hace parte de nuestra memoria y herencia cultural, patrimonio de El Retiro y de Antioquia. Y, estamos convencidos, ¡aún quedan muchos tubérculos y corazones por pesar!.
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