En el siglo XXI, Colombia hizo un avance muy importante de reducción de la pobreza, tras dos décadas de crecimiento económico sostenido y de fortalecimiento de las redes de protección social. Los pobres pasaron del 50% en 1999 al 27% en 2018 y la pobreza extrema bajó del 22% al 7%. En el 2019, el DANE hizo un ajuste metodológico que subió la cifra de pobreza monetaria hacia arriba, cercana al 36%. En paralelo también avanzábamos en la lucha contra el hambre. Según la FAO, en 2006 unos 4,2 millones de colombianos padecían hambre. Para julio de 2019, eran un 43% menos, 2.4 millones, el 4,8% de la población. No es para saltar en un pie que casi el 5% de los colombianos estuviera subalimentado, pero estábamos bastante mejor que el promedio de Latinoamérica y el Caribe, donde la incidencia era de 6,5%.
Como habrá quien se queje de que hago énfasis excesivo en la pobreza, hay que añadir que también éramos menos desiguales. El coeficiente Gini pasó del 0,60 en 1999 a 0,52 en 2018. En consecuencia, teníamos una clase media equivalente al 30% de la población y, a partir del 2014, era mayor al total de pobres.
Hasta la crisis del año pasado. Las medidas restrictivas de la libertad, confinamientos, pico y cédula y toques de queda, impuestas por los gobiernos nacional y locales con la intención de frenar la tasa reproductiva de contagio del Covid19, nos dejaron la peor crisis económica desde que tenemos estadísticas. El producto interno bruto cayó un 6,8%, el desempleo se trepó del 10,5% al 15,9% y, como consecuencia, hoy dos de cada cinco colombianos son pobres.
No tengo duda de que el énfasis en las políticas estatales hay que hacerlo en la superación de la pobreza. Hay quienes piensan que el camino para ello es a través del aumento del tamaño del Estado, del gasto público y de la red de asistencia social. En consecuencia, les es indispensable aumentar los ingresos del Estado. En las circunstancias actuales, eso solo puede hacerse por medio de un mayor endeudamiento público, vendiendo activos del Estado o con nuevos impuestos. O con una combinación de todo, como está haciendo el Gobierno, con el acuerdo de la mayoría de los economistas, hay que decirlo. Por eso en enero de este año la deuda pública llegó al 61,40% del PIB, US$180.5 billones de dólares, casi un 13% más que en el 2019. Por eso el Gobierno ha tomado la decisión de vender compañías y bienes del Estado, incluyendo la mitad de ISA a Ecopetrol, en una inteligente jugada del anterior Ministro de Hacienda porque aumenta los ingresos estatales en cerca de US3.500 millones sin perder el control de un activo estratégico. Y por eso propuso la más agresiva reforma tributaria de nuestra historia, con una meta de recaudo de 23.5 billones de pesos.
Debo recordar que aún antes de conocer el texto, a fines del año pasado, me opuse a esa reforma. Era inoportuna e inconveniente, tanto porque empresas y ciudadanos apenas empezaban a sacar cabeza y no era el momento de ponerles nuevos impuestos como porque el énfasis de la reforma era marcadamente fiscalista, se concentraba en sacarle dinero al sector privado para pasárselo al Estado.
Aunque la propuesta fallida era mucho mejor estructuralmente, la nueva tiene dos virtudes que hay que destacar: fue conversada con muy distintos sectores y es realista. Con mucho sentido práctico, José Manuel Restrepo se centró en lo que era posible. Focalizada como está en aumentar el impuesto de renta de las empresas, esta reforma sí saldrá adelante en el Congreso y no tendrá mayor resistencia en la opinión pública.
Yo me mantengo en mis puntos. Uno, con los ingresos extraordinarios de la venta de la mitad de ISA, las utilidades extraordinarias del Banco de la República trasladadas al Gobierno y los mayores ingresos por el precio del petróleo, cerca de 24 billones de pesos, el Gobierno tiene más que cubierto este año. Dos, el camino correcto es el contrario al que decidió recorrerse: la tributaria debería hacerse en la lógica de buscar aumentar el crecimiento, la generación de riqueza y la creación de empleo y, por esa vía, disminuir estructural y no coyunturalmente la pobreza. Tal cosa no se consigue haciendo permanentes programas extraordinarios como el de Ingreso Solidario, indispensable el año pasado pero que no debería extenderse más allá de este 2021, ni castigando el emprendimiento. El aumento hasta el 35% de la tarifa de renta a las empresas, incluso a micro y pequeñas, que son el 98% de todas y generan el 82% del empleo, sería la estocada mortal para muchas que apenas han sobrevivido al Covid y a las protestas y bloqueos criminales.
Nuestra meta debe ser disminuir estructuralmente la pobreza y hacer de Colombia un país donde todos seamos propietarios. Para eso hay que crear tanto empleo como sea posible de la manera más rápida que esté en nuestra manos. Castigar el emprendimiento, a los pequeños y microempresarios, no es el camino para ello.
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