“¿Qué le pasaría a este planeta si los indios tuvieran la misma proporción de autos por familia que los alemanes? ¿Cuánto oxígeno nos quedaría para poder respirar? ”
– José ‘Pepe’ Mujica.
En el umbral de la tercera década de este Siglo XXI, o como han titulado los diarios del mundo; “la era del COVID-19”, entre cantos en los balcones, cuarentenas obligatorias y comunicados diarios sobre las cifras actualizadas de los más recientes afectados por esta “gripecinha”, nos hemos enfrentado cara a cara con la posibilidad de que la raza humana no sea eterna. Después de todo esta especie dominante puede extinguirse y a diferencia de los reptiles gigantes que nos antecedieron no merecemos ni la cortesía pomposa de un meteorito, por el contrario, nos puede matar un mal diminuto que ni siquiera podemos ver.
Efectivamente, los pronósticos de extinción resultaron exagerados, pero eso no impidió que el miedo al abrupto final se apoderara del globo y ante el pánico generalizado los mercados cayeron, las fronteras cerraron y los que pudieron se aislaron. El mundo se virtualizó y lentamente parece reacomodarse, de una manera nunca antes vista en la historia, a la “nueva normalidad”. El bombardeo de información es inédito, como si no camináramos desde antes del COVID-19 con la posibilidad real de la extinción. La diferencia es que la verdadera amenaza no detiene las ciudades y no desploma los mercados, todo lo contrario, los dinamiza.
La junta directiva del Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago actualiza, de forma anual, un reloj que, metafóricamente, mide qué tan cerca está el planeta de la destrucción total a manos del ser humano. La medición de 2019 es preocupante porque se concluye que no es sólo el modelo de consumo y despilfarro lo que ha impulsado a esta junta a situar el “Reloj de Juicio Final” a sólo 100 segundos del apocalipsis, sino también nuestra incapacidad de tomar las medidas adecuadas para ponerle freno al calentamiento global, mucho menos a nuestra propia extinción.
Yo sé que a estas alturas volver a llamar al cuidado ambiental ya suena a cantaleta, pero en esta ocasión, una vez advertido el problema, no voy a invitar a bañarse en menos de cinco minutos, a no consumir pitillos plásticos, no voy a proponer el veganismo radical, tampoco llamar a poner el famoso “granito de arena”. No, esta vez quiero llamar a algo más complejo; ser políticamente responsables, porque no cabe duda que la gran crisis del medio ambiente es un problema de carácter político y por lo tanto requiere medidas políticas, y en consecuencia colectivas.
Es que, a pesar de la popularidad creciente de los pitillos de papel, del reciclaje y alimentos orgánicos, las pequeñas acciones individuales se quedan insuficientes y no han logrado retrasar el reloj del fin del mundo porque mientras usted y yo cambiábamos el papel de baño por papel ecológico aromatizado, en los últimos 10 meses fueron deforestados 4.567 kilómetros cuadrados de selva brasileña del Amazonas, con la plena complacencia y motivación del gobierno de Jair Bolsonaro. Mientras un simple paisano se ingeniaba un motor para su motocicleta que funciona con agua, Donald Trump retiraba a la nación con mayor emisión anual per cápita de CO2 de los acuerdos de París, que justamente pretendían adoptar medidas para reducir las emisiones contaminantes a la atmósfera.
Si bien el planeta es de todos ¿Qué puede hacer un simple colombiano ante los gobiernos todopoderosos de América del Norte y del Brasil? pues entonces no nos vayamos tan lejos, porque si en Manaus llueve, en Leticia no escampa y es que entre Julio y Septiembre de 2019, durante el gobierno del “fracking responsable” de Iván Duque, fueron deforestadas 43.000 hectáreas del Amazonas colombiano. La pugna por la vida se traslada un poco más al norte, en Santurbán, donde el páramo homónimo se resiste a ser explotado por la eufemística minera canadiense Eco Oro que ampara sus derechos económicos en el TLC entre Colombia y Canadá de 2008.
Como conclusión queda que está bien cambiar hábitos individuales, pero no sirve para nada si elegimos gobiernos desinteresados y patrocinados por estas compañías que no les importa si en el Pacífico hay más plástico que peces o que no le apuestan a la energía eólica porque daña el paisaje que le gusta al presidente López de México.
Pero si los Estados no han demostrado el interés en comprometerse hay que acudir a su superior y ¿Cuál ha sido el papel de las Naciones Unidas en esta catástrofe? El de la eterna deliberación y publicación de cifras alarmantes, pero también ha hecho gala de la incapacidad de la comunidad internacional de poner en cintura a los Estados y obligarlos a comprometerse con una agenda global que nos encamine al cumplimiento de los objetivos de desarrollo sostenible. Esto es apenas lógico, pues la ONU se conforma por los mismos Estados que no tienen interés en comprometerse.
¿Qué nos queda para evitar que el reloj del apocalipsis marque la medianoche? Tomar conciencia, votar con información, exigir cuentas claras a los organismos de control, participar activamente en los cabildos y en las consultas. Hay que salir de la holgazanería que es poner un granito de arena porque hay que echar volquetadas para poner en cintura a los gobiernos y a las grandes corporaciones que son quienes tienen el poder de parar el reloj con acciones colectivas, no individuales. Pero mientras eso pasa, en el milenio de la globalización poco a poco nos agotamos los recursos que nos ofrece el planeta y los ponemos al servicio del mercado, hemos implantado en todo el mundo el sueño de la opulencia de la civilización occidental, que además se nutre de la escasez en el resto del mundo. El día que el reloj del apocalipsis marque las 12, Londres y París parecerán Bangladesh y el Congo, la mayoría, incluidos nuestros hijos y nietos, morirán de física hambre y sed, mientras que los ricos y más afortunados lo harán de física avaricia rodeados de millones de dólares y tratando de beber petróleo.
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