El antiintelectualismo mediocre del maestro

Boris Dubrov - The Lesson

Un problema central de la pedagogía o ciencia de la educación es el de responder a la pregunta por cómo trasmitir los contenidos culturales o, más de fondo, de qué formas la “criatura humana” está entregada a la cultura que ha de permitirle educarse y formarse. Tal vez esto lleva a Walter Benjamin (2012) a recordarnos que toda historia de la cultura debe hacerse cargo de un hecho consumado: de la cultura no solo sus flores, también la barbarie. La cultura no es solo su capacidad creadora, también es su capacidad de destrucción. Por esto, hay que interrogar la educación familiar, escolar y social como los medios predilectos de la cultura, los medios de trasmisión de sus imágenes, ideas y simbólos. Para Ghido Knopp (2005), el nacionalsocialismo de la Alemania nazi cincela una “cultura fascista” que en la educación de las masas encuentra los medios de su realización. En Educación y filosofía, Estanislao Zuleta (2004) sostiene que la educación como formación aparece desde la filosofía de Platón. Es decir, para el ser humano es una necesidad antropológica el educarse para dar forma a su sí mismo. Por paradójico que parezca, educarse para superar la enajenación que introduce la misma educación. Como dirá Hegel, para devenir otro de sí después del hundimiento necesario en el espesor de la cultura.

En efecto, el ser humano requiere aprender. El mundo que puede conocer no se ofrece de modo espontáneo, pero, como se entiende en la filosofía platónica, aprender significa recordar. Este hallazgo supone para el presente que la verdadera educación, aquella que ilumina las posibilidades que tiene el ser humano de alcanzar una imagen más elaborada de sí mismo, no comienza con atribuir un estado de ignorancia a los otros —niños, niñas y jóvenes—, sino advirtiendo un mundo a descubrir allende al <<yo>> de cada uno. Zuleta dirá que la educación que ha primado es una que está atascada en la representación del maestro poseedor del saber y el alumno afectado por la ignorancia. Por lo mismo, el hombre como ser necesitado de educación al que hicieron referencia tanto Rousseau como Kant, de modo imperfecto se interpreta como el niño, la niña y el joven carentes y, en ese sentido, necesitados de la plenitud de los maestros. Ahora bien, en un recorrido inverso, hablar de educación no es tanto preguntar qué es lo que ignoran el niño, la niña y el joven, sino interrogar qué es lo que saben y cómo a partir de ese saber puede profundizarse la experiencia que cada uno tiene de sí mismo. Tanto el maestro como el alumno, a través de la educación, han de formar la experiencia compleja de sí, esto significa profundizarla con lo que está más allá de sus propias referencias. Nada desdice más de un maestro que el creer que su mera experiencia es suficiente. La optimista idea en torno a educar basados en la experiencia —sea la del maestro o del alumno—, solo tiene sentido cuando la educación permite que los seres humanos accedan a otras experiencias para hacerlas parte de sí mismos.

Los procesos de lectura y escritura son fundamentales para la formación. Podría decirse que leer y escribir son condiciones de inscripción cultural con las que el ser humano se reconoce a sí mismo, pero también a través de las cuales trasciende su mismidad para dar forma y profundizar su experiencia, como ya se indicó. En la lectura y la escritura el ser humano rompe la necesidad férula para arañar el reino de la libertad. Leer y escribir son las condiciones de posibilidad para que el ser humano se descubra no determinado por fuerzas ajenas a su propia voluntad, sino como la tarea infinita que debe emprender. Adentrarse en un libro significa recocerse a sí mismo de una forma inédita, inesperada ¡Todavía recuerdo el furor que me extremeció al leer El último judío de Noah Gordon! Un prepucio rasgado a la fuerza, una circuncisión autoinfligida como el gesto último de gallardía de un hombre destruido por la mano de la Inquisición: “Los pantalones de Berenguer estaban empapados de sangre. Un caballero descendiente de caballeros, pensó Yonah, un hombre distinguido que cuyo abuelo había trazado los mapas costeros de España, yacía en el suelo de la prisión, apestando a sangre y orines” (Gordon, 2004, p. 423). Descubir estos pasajes de la literatura jamás habría sido posible sin recibir las llaves de la lectura. Jamás habría sido posible si mis maestros hubieran considerado que no es necesario leer o que hay cosas más importantes en la vida. Por todo esto, la institucionalización de la escuela en las sociedades modernas, a pesar de la variabilidad histórica y cultural —lo que permite concluir que no existe una única escuela—, reclama convertir el leer y el escribir en uno de sus propósitos. Las sociedades modernas, a despecho de sus aporías y contradicciones —la inercia de la movilidad social, por ejemplo—, reconocen en la lectura y la escritura un espacio para la libertad humana. Empero, esta aseveración está confirmada de manera singular y dolorosa por la historia. La lectura, y la escritura en particular, son prácticas de libertad, pero también de sobrevivencia. Como ilustración, El canto del pueblo judío asesinado de Issjok Katzenelson (2008) es la palabra de todos aquellos que caminan directo a la muerte. Es la voz de lo que ha enmudecido: ¿cómo es posible que se nos haya hecho esto? ¿Era tan insoportable dejarnos respirar? En este sentido, si la lectura es refugio, la escritura es resto y rastro de los sacrificados. Se puede afirmar que, si bien en la lectura y la escritura se afirma la libertad, también en ellas se expresa la lucha por sobrevivir.

Como advierte Benjamin, no hay documento de cultura que no lo sea de barbarie. Pero, el ser humano está movido por el impulso, al menos la esperanza, de poder vivir en libertad. Por este impulso, enajenado la mayor de las veces, en la lectura y la escritura el ser humano encuentra las claves y los pasajes de la libertad negada por la barbarie. Por esto filósofos tan dispares como Marx, Nietzsche, Benjamin o Foucault, hicieron del leer y el escribir su forma de vida. Toda vez que la educación niega al ser humano, a un tipo de ser humano específico —por su origen étnico o su clase social—, las posibilidades de acceder a la lectura y la escritura, se le está negando las condiciones de su libertad. Hace poco un maestro de una universidad pública vociferaba sin reparo que las universidades no deberían educar eruditos —¿Lo hacen? —, sino dar a los estudiantes “habilidades para la vida”. Sin mucho esfuerzo, por lo menos cuando se ha aprendido a leer, sus “buenas intenciones” encubren un antiintelectualismo mediocre con el cual, por la propia incapacidad de leer y de escribir, por la propia incapacidad de afrontar la exigencia que estas dos palabras evocan, se engaña a los más jóvenes o a los más incautos. Es bueno recordar, de paso, que Hitler despreciaba a los intelectuales quizás tanto como a los judíos y los homosexuales. Esa vociferación del maestro, tan impregnada —en apariencia— de interés por la vida, es en realidad un odio acerado por todos aquellos que han hecho lo que él no puede hacer. Leer y escribir, educar el intelecto, también es darse a sí mismo “habilidades para la vida” —sea lo que esto sea— ¡Qué hubiera sido de Marx, Nietzsche, Benjamin o Foucault, sino se hubieran dado la lectura y la escritura o si un maligno instinto antintelectual los hubiera persuadido de no leer ni escribir! ¡Qué hubiera sido de la humanidad sin ellos!

Después de reiterar la importancia de la lectura y la escritura como partes fundamentales de la formación del ser humano. Después de reconocer al  ser humano como ser para la libertad que enfrenta el infortunio de su negación, las preguntas en torno a la lectura y la escritura ya no pueden ser solo preguntas técnicas y procedimentales sobre cómo enseñar a leer y escribir, también hay que levantar preguntas acerca de por qué los niños, las niñas y los jóvenes perciben la lectura como una imposición (Bettelheim y Zelan, 2009), cómo enseñar a entender lo que se lee para convertirlo en algo propio (Braslavsky, 2013) o cómo hacer de la escritura un canto de libertad y un testimonio de lo acallado. Parafraseando a Diana Sperling (1991), se lee y se escribe para oír y dar la palabra a las voces enmudecidas por demasiado tiempo. Entre ellas, las voces de los que ni siquiera se les enseñó a hacer de la lectura y la escritura la oportunidad de crear una experiencia diferente a la inmediata.

Referencias bibliográficas

Benjamin, Walter. 2012. “Sobre el concepto de historia”. En Obras. Libro I/vol. 2 (pp. 303-318). Abada.

Bettelheim, Bruno & Zelan, Karen. 2009. Aprender a leer. Crítica.

Braslavsky, Berta. 2013. Enseñar a entender lo que se lee. La alfabetización en la familia y en la escuela. Fondo de Cultura Económica.

Gordon, Noah. 2004. El último judío. El viaje iniciático de un judío por la España de la Inquisición. Byblos.

Katzenelson, Itsjok. 2008. El canto del pueblo judío asesinado. Herder.

Knopp, Guido. 2005. Los niños de Hitler. Retrato de una generación manipulada. Planeta.

Sperling, Diana. 1991. La metafísica del espejo. Kant y el judaísmo. Nueva Visión.

Zuleta, Estanislao, 2004. “Educación y filosofía”. En Educación y democracia (pp. 59-68). Hombre Nuevo Editores.

Alexánder Hincapié García

Doctor en Educación de la Universidad de Antioquia, Magíster en Psicología, con estudios de pregrado en psicología y filosofía. Realizó su estancia doctoral en la Universidad Nacional Autónoma de México. Su tesis doctoral obtuvo la máxima calificación, Summa Cum Laude. Reconocido como Investigador Asociado por COLCIENCIAS. Ha sido profesor de pregrado y postgrado en distintas universidades. Se define más que profesor como un investigador social sin credos epistemológicos.

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