Hace una semana escribí sobre la fantasía fariana de la tierra como paradigma de riqueza y de su redistribución como llave de la paz y solución a los problemas del país, olvidando a propósito dónde está en realidad la riqueza. Hoy comparto mi convicción sobre el papel de la educación en el desarrollo y, por ende, el énfasis que debe tener para la recuperación del campo, como deber natural del Estado, que no como un compromiso surgido en la mesa de negociaciones.
En el entretanto, encontré el artículo de James Robinson, coautor del best seller ‘Por qué fracasan los países’, en el que se plantea ¿Cómo modernizar a Colombia? Entre varios ejemplos históricos, se refiere a la Inglaterra del siglo XVIII, cuando se presentó un gran desplazamiento hacia las ciudades, con gran incremento en la concentración de la tierra. ¿Por qué no hubo una política de redistribución?, se pregunta, y a continuación responde: porque el futuro estaba en otra parte.
En efecto, la tierra había dejado de ser paradigma de riqueza y su redistribución era un semillero de conflictos, porque la reforma agraria, por su naturaleza, es de suma cero: o la tengo yo o la tienes tú. Por esta razón, Robinson es tajante en que “la redistribución de la tierra no puede ser la forma de resolver los conflictos en Colombia”.
¿Y cuál es la forma?, ¿en dónde está el futuro?: en el acceso a la educación ligada a la generación de oportunidades que genera la presencia del Estado y del Capital. La educación“es un juego de suma positiva: mi proceso educativo no impide el de los demás ni amenaza los intereses de nadie”. Y por ello, con pragmatismo se pregunta –y yo también–: ¿Por qué entonces no hay una discusión sobre educación en La Habana?
Como parte de esta convicción sobre el papel transformador de la educación, ese sí revolucionario, envié una carta a la ministra de Educación, en la que el gremio ganadero comparte el empeño de convertir a Colombia en el país más educado de América Latina, siempre y cuando no se excluya al campo de tan ambicioso pero imperativo propósito, como ha sido marginado del desarrollo durante más de medio siglo, por cuenta de un modelo con un sesgo, no anti-rural sino eminentemente urbano, con las dolorosas consecuencias de narcotráfico, violencia y profundización de la pobreza.
De acuerdo con el DANE, en áreas urbanas la pobreza monetaria es de 24,6% y en las rurales de 41,4%. ¡Casi la mitad de la población! La pobreza extrema urbana es de 5% y la rural de 18%. El analfabetismo urbano de 5% y el rural de 17%, y de cada 100 estudiantes que ingresan al sistema educativo en las ciudades, 83 culminan educación media, mientras en el campo solo 48 lo logran, ¡menos de la mitad!
No obstante, de los 28,9 billones del presupuesto del MEN, solo 5,3 estarían dirigidos al sector rural, es decir, el 18,4%, lo cual no guarda proporción con el 26% de la población rural ni con la prioridad de la recuperación del campo.
Por ello pregunto a la ministra por los planes para disminuir el analfabetismo rural, para universalizar el acceso a la educación básica y evitar la deserción, para llevar la Universidad y la formación tecnológica con una orientación para la permanencia de la población que requiere la producción agropecuaria, más no como una trampa de pobreza, sino para ofrecer trabajo rural calificado como opción digna de vida.
Esperamos respuestas, pues no dudamos que también para el campo el futuro está en la educación.
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