“En las zonas de conflicto, mientras avanza la guerra, parece que el futuro ya ha dejado de existir. Como sociedad debemos entender que “la guerra no es la respuesta”.
A propósito de la invasión rusa a Ucrania, violencia, sufrimientos y muerte, parecen acompañar la historia misma de la humanidad. En medio del desasosiego mundial por el coronavirus Covid 19, nos encontramos ante una nueva realidad catastrófica: la amenaza de una confrontación nuclear; un mundo en paz parece estar muy lejos. Sin lugar a duda, el miedo generalizado a una posible guerra mundial se incrementa. Y resulta paradójico porque pensamos que la modernidad trae consigo casi que de forma implícita la expectativa de menor violencia.
Existen gobiernos con elementos tales como la capacidad, hegemonía y determinación (Eric J. Hobsbawm, Guerra y paz en el siglo XXI), para imponer su superioridad, incluso por encima de convenios e instancias internacionales, que pretenden tener el derecho a emprender guerras u operaciones armamentísticas de acuerdo con sus intereses. Ideólogos, políticos, militares, gobernantes y ciudadanos que justifican este tipo de acciones, en muchas ocasiones, plantean y defienden una posición que puede llegar a ser incluso vergonzosa, pues señalan que dichas intervenciones armadas son necesarias o legítimas porque están llamadas a buscar un fin supremo, por ejemplo, la salvaguarda de los derechos humanos.
Sin entrar a debatir particularidades y contextos políticos, sociales o históricos, hemos escuchado que la causa humanitaria, o la defensa de los intereses nacionales, o la guerra contra el mal o la defensa de los Estados soberanos, son argumentos suficientes y necesarios para iniciar intervenciones militares. Podemos pensar en Irak, Afganistán, Vietnam, Uganda, Liberia, Timor Oriental, pasando por Kosovo, Bosnia, Serbia, Chechenia, Siria, Israel, Palestina, hasta la más reciente en Ucrania.
Lo anterior sumado a guerras civiles o conflictos internos: España, Irlanda del Norte, Perú, Nicaragua, Colombia, Angola, Etiopia, Chipre, Líbano, Birmania o Myanmar, Nigeria, Laos, Yemen, Indochina, Sri Lanka, Ruanda, Sierra Leona o Pakistán. ¿Alguna de estas muestras de poderío militar ha generado soluciones estables y duraderas? ¿Los actos de fuerza ocultan en realidad otro tipo de intereses? Solo puedo decir, que hemos sido testigos de genocidios, desplazamientos, masacres, violaciones, guerras sangrientas y de resultados poco exitosos cuando se promueven misiones para preservar la paz y la seguridad.
Ana Frank, en su diario, cuestiona las razones por las cuales los gobiernos se gastan millones en la guerra planteando que “los hombres han nacido con el instinto de destruir, matar, asesinar y devorar: hasta que toda la humanidad, sin excepción, no sufra un enorme cambio, la guerra imperará”. De verdad, ¿puede existir tal cosa como el deseo, instinto o necesidad de recurrir a la violencia? Adicionalmente, como lo destaca el internacionalista Eric Tremolada en el diario La República, vale la pena preguntarse “por qué la guerra sigue siendo una opción en la política internacional”.
Al respecto, resulta válida la reflexión del papa Francisco: “Cada día de guerra empeora la situación para todos (…) Hay necesidad de repudiar la guerra, lugar de muerte donde los padres y las madres entierran a los hijos, donde los hombres asesinan a sus hermanos sin ni siquiera haberles visto, donde los poderosos deciden y los pobres mueren”.
Regresando a Ucrania, ¿podemos pensar en algo diferente? ¿Existe una clara frontera entre la guerra y la paz? ¿Cómo permanecer indiferentes ante la crueldad de la guerra? Aspiramos al final de todo, a la ausencia de enfrentamientos. En las zonas de conflicto, mientras avanza la guerra, parece que el futuro ya ha dejado de existir. Como sociedad debemos entender que “la guerra no es la respuesta”.
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