En menos de cuatro años han desaparecido dos de los más destacados periodistas y editores de los últimos tiempos, cuyo legado el periodismo y la sociedad entera necesitan mantener vigente con urgencia. Se trata de Benjamin Bradlee y de Peter Preston.
El primero, muy en boga en estos días con ocasión del estreno de la cinta The Post -dirigida por S. Spielberg y en la que es interpretado por Tom Hanks-, fue por muchos años director y editor del diario The Washington Post. Lideró -junto con la valiente Katharine Graham-, la publicación de los Pentagon Papers -la historia secreta de la guerra de Vietnam- y destapó el escándalo del robo de documentación de la sede del comité del partido demócrata de los Estados Unidos (el conocido caso Watergate).
El segundo, fallecido hace apenas un par de semanas, fue el editor por 20 años del diario británico The Guardian, y fue el encargado de sacarlo a flote cuando enfrentó los avatares de la competencia y la digitalización de los medios escritos. Reestructuró el formato del periódico y le imprimió innovadoras ideas para presentar una equilibrada combinación de noticias, análisis y reportajes, que lo hicieran de nuevo atractivo al público. Al igual que Bradlee, fue contundente al revelar información que puso en aprietos a altos funcionarios del Estado, como lo hizo con el ministro conservador Jonathan Aitkines -quien fue acusado de cobrar sobornos a traficantes de armas saudíes, entre otros-.
La entrega de ambos al servicio de un periodismo que no sólo cumpliera la función de informar, sino que además pudiera generar criterio en los lectores y que los confrontara respecto de los hechos para hacerlos ciudadanos más conscientes del entorno en el que vivían, se constituye en el principal legado de estos dos grandes del periodismo escrito.
Y es que es difícil no caer en lugares comunes cuando se trata de señalar los roles trascendentales que los periodistas responsables cumplen en una sociedad democrática -donde puede ejercer su labor con relativa tranquilidad-, pero las inverosímiles situaciones a las que nos vemos enfrentados en la actualidad nos imponen recordarlos.
En efecto, el primero de ellos indica que el periodismo es el “cuarto poder”, en la medida en que a través de la información veraz y oportuna acerca de cómo están ejerciendo sus funciones los poderes constituidos, tiene la capacidad de lograr que el mismo sistema democrático accione los mecanismos para ponerle límites o castigar a los que se salen del cauce. Un segundo, nos indica que es “la voz de los que no tienen voz”, pues qué sería de “los sin voz” sin los valientes periodistas que fruto de su trabajo investigativo publican, por ejemplo, un reportaje de un pueblo olvidado por el estado y que gracias a él entra en la agenda de este o aquél ministerio o agencia estatal. El tercer y último, radica en el encargo que tienen los periodistas de revelar la verdad en medio del mar de información que fluye hoy a través de las redes, para llevar a sus lectores, oyentes o televidentes la versión más ajustada de la realidad.
Esos roles son urgentes en las sociedades actuales en donde proliferan las noticias falsas y con base en ellas se vota o se deja de votar por un candidato presidencial, se pone en la palestra a un personaje público o se mancilla su honra; en donde somos espectadores de una inusitada ola de gobernantes que parecen ser más bien los gestores de los intereses particulares de aquéllos que los financiaron o apoyaron; en donde el vértigo con el que vivimos, no deja espacio para la reflexión y, por tanto, siempre se corre el riesgo de tener por cierto un hecho, sin haberlo antes filtrado por el caleidoscopio del contexto en el que se produce.
Es en ese escenario en donde los periodistas de hoy no se pueden olvidar de mirar al más allá buscando la luz que seguramente los faros de Bradlee y Preston, les depararán.