La más ancestral concepción de la ciudadanía es aquella que la piensa como algo que nace con uno y que por tanto está ligada al lugar de nacimiento de manera indisoluble, como un privilegio de nacimiento que otorga sentido de pertenencia a una comunidad raizal y del cual emana estirpe, alcurnia, abolengo, ascendencia, dinastía, prosapia, raza, casta, nobleza, clase, categoría, género, índole, ralea, pelaje, condición y figura. Así concebida, es como un espacio vital, una habitación, una casa y un hogar que brinda seguridad entre paredes; allí se consolidan pertenencia, espacio y seguridad frente a los temores que infunde lo extraño, lo desconocido, lo distinto y lo raro que, además, termina identificándose con lo malo, perverso y dañino por oposición a la bondad de lo conocido, lo propio. No es causal que de allí se deriven las ideas de “terruño”, patria y ciudadanía mistificadas por el romanticismo, el chovinismo y el nacionalismo político que se añoran en las poesías patrióticas y se refundan en aquellas arengas políticas en las que se siente “dolor de patria” y se sufre “mal de tierra” y que no pocas veces pretende convertir el costumbrismo en “Carta de naciones”.
Como está ligada al lugar de nacimiento y ese espacio-lugar es natural, esta concepción de la ciudadanía se representa de manera profundamente bucólica, idílica y patriótica, pero además es fuente de institucionalidad, estatuto, constitución, politicidad, es decir, de legalidad.
Sin embargo, la idealización romántica de esta ciudadanía naturalista ha impedido reconocer que es exclusiva y excluyente y por lo mismo chovinista, esclavista, machista, homofóbica y racista. El ciudadano de cuna, como el griego clásico que inmortalizó la filosofía política de la Grecia clásica, tiene frente a los no ciudadanos, los extranjeros, los esclavos y las mujeres, un estatus de privilegio que a su vez se convierte en fuente de derechos y poderes y en base de un modelo único. Así, por ejemplo, siendo exclusivo, niega no sólo ciudadanía sino personalidad, inteligencia e incluso humanidad a los extraños por procedencia, condición social, género o etnia.
Esta concepción de ciudadanía concreta, específica, personalizada, cercana e intimista, contrasta con otra concepción de la ciudadanía universal propia del cosmopolitismo y la globalización que aparenta ser más lejana, vaga, abstracta y despersonalizada, porque en cosmópolis todo es lejano y ajeno y el ciudadano “no es de aquí ni es de allá”.
Una concepción globalizante de la ciudadanía no reconoce ningún privilegio de cuna porque está fundada en el principio de la igualdad de la persona, reconoce legalmente características de personalidad diversas en relación con sexo, lengua, etnia; y además, concreta ese reconocimiento en la universalidad de los derechos fundamentales. Frente a esta universalidad incluyente en su formulación jurídica, pierden fuerza las ciudadanías específicas basadas en diferencias de personalidad o en lugares de nacimiento.
Paradójicamente, la realidad nos muestra que hoy ésta concepción moderna de ciudadanía, aunque jurídicamente incluyente, igualitaria, universalista, cosmopolita y globalizante, resulta tanto o más excluyente que la ciudadanía raizal. Así lo prueban las respuestas al desplazamiento y a la migración forzada, nacional e internacional, que regurgita etnias y pobres en la medida en que ciudadanos específicos, particularmente debilitados por el proceso de globalización, ponen en peligro los privilegios de los ciudadanos beneficiados por ese desarrollo.
Es decir, que a pesar de que hoy se reconoce jurídicamente la igualdad universal de las personas y la ciudadanía en un sentido universal, la realidad política, social y económica nos muestra que hay personas y ciudadanos de varias categorías y que ha tomado inusitada fuerza el otro ideal de ciudadanía exclusivo y excluyente porque los ciudadanos modernos y universales se comportan como patriotas fanáticos para defender dos privilegios: los de cuna y los de la globalización.