“Tanto que se discutió durante las marchas sobre el prospecto de encapuchado vandálico, pero precariamente se puso sobre la mesa ese pícaro entrometido con matrícula condicional, ocho asignaturas perdidas y que solo va a clases por mera apariencia que también pretende batallar en las jergas populares de “una mejor educación”
¿Claustros sinvergüenzas?
Sin generalizar, es absolutamente pasmoso y tétrico que, en pleno siglo XXI, los estudiantes de educación superior a nivel nacional sigan requiriendo de guardianes que les digan a diestra y siniestra que deben realizar las actividades académicas demandadas por sus docentes, del mismo modo, decirles cómo comportarse adecuadamente en una ambientación madura o peor aún, reprocharles que estudien cuál mártir obligado. Algunos congéneres justifican sus torpezas o desconocimientos profesionales manifestando que se encuentran “en constante aprendizaje”, los más astutos escudriñan información provista desde el desatino divagante, otros simplemente se movilizan con panfletos y carteles cuando sus derechos están fronterizos al tríptico de una artimaña dejando sus obligaciones como adorno.
El cinismo arriba a su máxima plenitud cuando la calidad de sus trabajos artísticos durante las movilizaciones es superior que los espantapájaros anodinos que tienden a presentar cuando observan clases causantes de desidia, aburrimiento y hastío personal. Los profesionales del devenir llegan desbordar los confines educativos con su presuntuosa dejadez asociada al importaculismo práctico, asimismo, la sabiduría popular hace que se naturalicen entre hipotéticas confabulaciones del sistema político. Semejante en tiempos de colegio cuando ese peculiar sujeto elegido como personero estaba en bocas flemáticas y algunos revolucionarios marchaban por su inmediata abolición para emancipar al que no prometía piscina.
La significación política del término “mermelada” también es una prospectiva clientelista del sinverguencerismo educativo, además de inequitativa. Tras semejante algarabía producida por las mismas universidades públicas en complicidad con algunas privadas durante tres meses o algo más, se permitió en absoluto arbitrio que estas instituciones primarias cursaran tres semestres académicos durante el año lectivo mientras el marginado de la educación por su carácter financiado perdía sus exposiciones o parciales y llegaba tarde al instituto universitario a causa las manifestaciones que generaban congestión vehicular. Esto llega al plano sintético de que los beneficiados por esa pugna supuestamente mediática e integral fue el usufructo social del pisoteo al artículo 67 de la constitución. Los más vivos en la comodidad de su hogar veían a sus compinches movilizarse durante el paro, como si estuvieran ajenos al dilema.
Tanto que se discutió sobre el prospecto de encapuchado vandálico, pero precariamente se puso sobre la mesa ese pícaro entrometido con matrícula condicional, ocho asignaturas perdidas y que solo va a clases por mera apariencia que también pretende batallar en las jergas populares de “una mejor educación”. O sea, se castiga al que infringe el artículo 37 de la constitución pero no a los colectivos que transgreden un artículo 67 que a su vez ostenta innumerables estatutos jurisdiccionales como la ley 30 de 1992, 115 de 1994 y 489 de 1998.
¿Soluciones?
Bajo este panorama se manifiestan dos elementos clave. Si persiste un discurso ideológico del magisterio que es expuesto cuando le conviene, que también sea asunto de conveniencias el mencionar cuales estudiantes se encuentran colados (aquellos que pierden asignaturas, poco van a clase o tienen matrículas condicionales sintetizadas en un gasto presupuestal astronómico) dentro su mismo sistema público e implanten medidas que, a su vez, solidifiquen y transformen los filtros de admisión, esto con el propósito de anticipar carreras universitarias con sujetos idóneos. Del mismo modo, una prueba de admisión que posee cinco componentes jamás evidenciará el compromiso fehaciente de quienes pasan, mucho menos esbozan deliberadamente la perspectiva del deber civil.
Por último, la educación superior no debería poseer lazos de contigüidad con el infeccioso pensamiento colegial, por ende, más que fomentar opositores del método político colombiano deben auspiciarse baluartes auténticos del raciocinio que amerita convertirse en un sujeto crítico, competente y profesional. Asimismo, es pertinente inhibir la reproducción continua cuasi estrambótica de individuos que viven culpabilizando a externos sobre su inminente desconocimiento, pero, al llegar a su hogar, realizan cualquier actividad ajena para no apropiarse de su carrera, un deber “mínimo”.