¿Acaso alguien puede ofender a Dios? Lo único que con seguridad nos brindó a todos fue la finitud, y somos tan desagradecidos, que desde que somos conscientes de la muerte misma, no paramos de buscar una pócima que dote a nuestras almas de eternidad.
En mi adolescencia sentí una grande admiración por Dios, por las características que describían a esa figura que por definición era perfecta. Me acerqué a Tomás de Aquino y a otros tantos que en su vida se dispusieron a construir y pensar su figura, su “asegurada” existencia.
Con el tiempo de acercarme a Él solo pude envidiarle. Mientras más le conocía, más sentido parecía tener mi ateísmo.
Claramente, y como cualquier mortal, no puedo describirle; los atributos de los que estoy dotado me impiden acercarme a su magnificencia.
Pero, con lo poco que sabemos ¿Cómo no envidiarle?
Dios, dicen los eruditos; es ajeno al tiempo y al espacio mas sin embargo, todo lo puede y en todos lados está.
Dios, señalan, es ajeno a la maldad y de su mano solo puede salir benevolencia.
Dios, es omnipresente, es omnipotente, es omnisciente. Pero en su afán de darnos libertad, nunca se expresa; o no por lo menos como muchos quisieran.
A nosotros, a sus hijos; nos hizo perdurables. Su omnipotencia nos arrojó a una vida repleta de peligros y donde la muerte es una constante.
Muchos crearon fábulas e intentaron humanizarlo, dispusieron de relatar su figura, dedicaron vida a escribir sobre su hijo, sobre sus mandamientos, sobre sus disposiciones, y solo lograron malograr su imagen. Crearon novelas donde apoyaba infaticidios, donde declaraba penas capitales, dónde exigía sacrificios, donde azotaba a unos con plagas y a otros con enfermedades. ¿Quiénes, sino aquellos, son la viva imagen del hereje, del blasfemo?
Ese reflejo que algunos lograron transcribir a palabras, esa comunión con la que osaron de describir al que por antonomasia es Perfecto, solo crearon herramientas para que el que no disponía en pensarle, consiguiera odiarle o temerle.
Hoy muchos le quieren, le alaban; le erigen edificios a los que apellidan Iglesias, mezquitas, sinagogas; cuelgan a su “hijo” de su cuello, rezan en sentido de su supuesta posición, hacen el bien para ofrendarlo, diezman, rezan, veneran ¿Pero por qué lo hacen? ¿Cómo pueden querer agradar a aquel que ya está dotado de todo y que no hace falta de nada? ¿No conciben que desde su omnipotencia, lo único que parece querer de nosotros es que nos alejemos? Claramente, si que le concibiéramos fuera su propósito a todos se nos revelaría.
Un artífice de la conspiración, un personaje cualquiera, podría buscar respuesta al sentido de su Creación. Podría aventurarse a entender el porqué de todo esto; y podría concluir en que quizá, esa Perfección, esa atemporalidad, ese solipsismo le fueron insuficientes. Pudo, quién sabe cómo, crear un universo donde la imperfección, la maldad y el cambio fuesen la norma.
¿Acaso aceptar la envidia no es la mejor ofrenda que el Hombre puede disponerle a esa figura apoteósica? Luchamos por vivir más, por saber más, por ser mejores; queremos a toda costa ser su imagen y semejanza. Queremos estar en su trono. Queremos ser Él.
¿Acaso ser ateo no es la decisión más acertada? No podemos concebirle ya que nuestro lenguaje y razón son insuficientes, nos desterró de su Edén y nos dio una tierra carente de leyes en la que vivir. Claramente quiere que no seamos como él o que por lo menos le olvidemos
¿No es esa la única respuesta a nuestra supuesta libertad? Nos creó para ser imperfectos, para adolecer, para llorar; para ser lo que su indubitable Perfección le impiden avivar. Quiere que le olvidemos, y nos independicemos. ¿Y qué mejor respuesta que hacer lo que parece exigirnos?
Olvidarlo.
Siempre supo que el mal nos tentaría, que comeríamos de la manzana. Y quizá, eso era lo que disponía.
¿Acaso alguien puede ofender a Dios? Lo único que con seguridad nos brindó a todos fue la finitud, y somos tan desagradecidos, que desde que somos conscientes de la muerte misma, no paramos de buscar una pócima que dote a nuestras almas de eternidad.
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