Diciembre era la infancia

 

Cuando la voz sabrosa y medio nasal de Guillermo Buitrago comenzaba a expandirse por el barrio, todos decíamos: “¡ya es diciembre!”, aunque fuera noviembre o antes. Eran sus sones la medida de la alegría y la certeza del advenimiento del mes más esperado del año. El cienaguero, que influyó en lo que a partir de los cincuentas sería la música parrandera paisa, estaba presente en las guirnaldas y en todos los pianos (Seeburg y Wurlitzer) de los bares, y alternaba, en las casas, con los villancicos y los adornos navideños.

Y con “Dame tu mujer, José” y la “Víspera de año nuevo”, en el barrio las calles cambiaban de color y de cara. No faltaban los convites para la confección de festones de papel de globo, que se ponían como pasacalles, y para el arreglo de fachadas. A diciembre se le recibía con las mejores galas (y no como ahora, en Medellín, donde, desde hace unos quince años, los paramilitares y mafiosos comenzaron con la tal “alborada”, una celebración de estridencias y estropicios siniestros).

Diciembre estaba ligado a la infancia, que es, como dicen los poetas, nuestra única patria. No había Santa Claus, de anglosajones y otros pueblos fríos, ni su doble, el fastidioso papá Noel, de la Coca-Cola y de los franceses. Las cartitas de pedidos se enviaban al palestino Niño Jesús o, en su defecto, a los Reyes Magos, árabes y persas. Los mayores se daban aguinaldos el dieciséis, día en que comenzaba el novenario, en los que algunos pelados hacíamos cascabeles de tapas de gaseosa y alambre. Y se cantaban villancicos, casi todos venezolanos, como Tutaina y El burrito sabanero.

El cielo de diciembre tenía globos y constelaciones de fantasía. Y la infancia se ejercía entre luces y detonaciones. No era peor ni mejor. Era distinto. Creo que, pese a tantos totes y papeletas y voladores, había menos quemados que hoy. Y como casi todos los perros eran vagabundos, no se morían de infarto con las explosiones aterradoras de triquitraques y cohetes de artificio. Los marranos sufrían mucho y todavía recuerdo sus chillidos de dolor y desgracia.

Ah, menos mal que, por lo menos en Medellín, donde antes a los cerdos se les sacrificaba en la calle, en medio de tormentos y de risas colectivas, con sentencia y humo y aguardiente y borracheras, hoy no se monta tan deplorable espectáculo. En tiempos de mafiosos y sicarios (bueno, no es que hayan pasado todavía), se vieron escenas nefastas de pistoleros que los mataban a bala, quizá siguiendo aquel dicho entre guasón y cruel: “dele un tiro pa’ que no sufra”.

Diciembre se colaba por claraboyas y ventanas, entraba en las cocinas y cambiaba las dietas. Subía el volumen de los equipos de sonido (radiolas, tocadiscos, fonógrafos…) y cambiaba la temperatura ambiente. Los niños engordaban la imaginación, mientras las muchachas lucían más lindas que en otros meses. En algunas casas olía a musgo y en otras a aserrín. No había trineos tirados por alces ni abetos cargados de nieve ni de paquetes de regalos, envueltos en papel brillante. Nuestra Nochebuena tropical era cálida, con natillas y buñuelos, con niños que se acostaban el 24 de diciembre, antes de las doce, para esperar el “traído”, o, de otras maneras, para espiar a ver si era verdad que llegaba el Niño Jesús con su cargamento de sorpresas.

Tal vez se trate de una nostalgia de pacotilla, pero me parece que era menos el frenesí por el consumo, por la pose y el esnobismo. No había centros comerciales (todos son igualitos) y todavía no nos habían uniformado con hamburguesas ni otras chucherías de desecho. La víspera de navidad era una aventura ir con mamá a la plaza de mercado a comprar gallinas y yerbas para el adobo. Aquellos olores a albahaca, tomates, cebollas, yucas, coliflor, cilantro, toronjil, apio…, eran parte de un paisaje ebrio y multicolor.

Diciembre se presentía en las brisas de noviembre. Y había un cantor que desde las estribaciones de la sierra, llegaba con su guitarra a decir que le gustaba el ron de vinola y bailar con Lola, y a hacernos creer que el mundo era otro porque estábamos en el mes más añorado, más cantado. Más aguardado. Eran días en que la imaginación no solo era la loca de la casa, sino de la calle. Y en ella, el 24 a media noche, el Niño Jesús se quedaba bailando después de haber cumplido su imprescindible labor. La de aumentarles la inventiva a los pelados que estrenaban traído.

 

 

 

Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello.