Pequeño Diccionario de Palabras Incomprendidas.
No sé ustedes, pero siempre tengo por costumbre, cuando salgo del baño de mirarme en el espejo. Es un hábito que me resulta un poco elemental, pero que dejarlo implica acometer muchas renuncias contra mi mismo. Cuando miro, que ese que está ahí lleno de imperfecciones, diatribas, asuntos sin resolver y otras cosas más soy yo; esa, detrás de mí, la que está en la cama, desnuda, acurrucada, con la mirada perdida en el techo eres tu y detrás de nosotros, lo que se ve por la ventana es el mundo; ese mundo donde habitamos, donde peleamos, donde morimos y donde amamos.
Dejo de mirarme en el espejo y me volteo, ya no estoy delante de mí mismo, y ahí sigue la cama, contigo acurrucada, desnuda, mirando perdidamente al techo; detrás de la ventana está el mundo, donde otros habitan, pelan, mueren y aman. Yo ya no estoy ahí, yo tan solo veo, veo cada cosa, veo cada vida y hasta cada muerto, te veo en la cama, te veo con la mirada perdida en el techo, veo esa ventana y veo al mundo. Todos me ven, pero yo no me veo, solo cuando paso por el espejo sé que existo porque allí, creo, estar.
El resto del tiempo, cuando el espejo no está al frente de mi o yo en frente de él, no puedo saber quien soy. El espejo y yo tenemos un serio altercado, un serio conflicto: El tiene la obligación de saber quien soy yo pero yo no tengo ni siquera el deber de saber quien soy. A veces siento que la diferencia entre lo que él sabe y lo que yo no sé, es lo que en verdad soy.