En la Orestíada de Esquilo, las Erinias, diosas primigenias de la venganza, persiguen a Orestes por haber matado a su madre, Clitemnestra. Él no huye. Reconoce su crimen y las razones que lo motivaron. El asunto no se resuelve con más sangre, sino con un juicio. Es allí, en ese tribunal instaurado por Atenea, donde nace la justicia como institución, un acuerdo para reemplazar el ciclo interminable de venganzas por un orden común. La civilización nacía en ese instante.
En Colombia aún caminamos con dificultad hacia ese ideal. A menudo, cuando los jueces dictan una sentencia, una parte del país grita “persecución” y la otra responde “justicia”. Como si la ley fuera una prolongación del rencor, y no el fruto de un pacto compartido. Como si el sistema judicial no fuera un pilar, sino una trinchera. Pero cuando la justicia se convierte en desquite, se rompe algo más profundo que una sentencia, se resquebraja el pacto social.
Ese pacto no es una teoría muerta en los libros. Es una idea viva, aunque golpeada, de que todos, sin excepción, estamos sometidos a unas reglas comunes. Que para vivir juntos debemos ceder algo de nuestra libertad particular, renunciamos al uso privado de la fuerza y confiamos en que el Estado administrará los conflictos con imparcialidad. Es, en esencia, el acuerdo de no tomarse la justicia por cuenta propia y aceptar que la ley debe aplicarse sin distinción.
La justicia, por eso, no es una emoción, ni un grito, ni una consigna. Es un principio que organiza la vida colectiva, que garantiza que el poder no sea caprichoso y que quien causa un daño rinda cuentas. No se trata solo de castigar, se trata de reparar, de equilibrar, de impedir que la injusticia persista. Y aunque la justicia puede fallar, porque es administrada por seres humanos, su legitimidad no radica en darnos la razón, sino en intentar tratarnos a todos con el mismo rasero.
Por eso, cuando la justicia actúa, incomoda, porque pone límites e impide que el poder se extralimite. Y aunque no siempre sea rápida ni perfecta, la justicia es el único camino que nos aleja del caos y la barbarie.
En una sociedad atravesada por tantas heridas, por tantos abusos, por tantos silencios, la justicia es la última esperanza de que la convivencia pacífica sea algo más que una ilusión. No puede seguir siendo un campo de batalla entre bandos, ni una excusa para deslegitimar a quienes no piensan igual.
Respetar las decisiones judiciales no significa renunciar a la crítica, pero sí exige reconocer que la ley debe estar por encima de las pasiones. Porque cuando la justicia se convierte en venganza, no solo se rompe la confianza ni se apaga la esperanza de tantas víctimas de ser escuchadas y reparadas, también se desvanece la posibilidad de tejer, entre todos, un horizonte compartido para Colombia.
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