“el Ordenamiento Territorial constituye uno de los desafíos más relevantes para la consecución de la Paz Total propuesta por el presidente Petro. Y si a lo anterior le agregamos el contexto de crisis ambiental – y por tanto civilizatoria –, trabajar en la materia debe ser prioridad para la nueva administración”
Las amenazas a la implementación del Acuerdo de Paz que hiciera el bloque opositor al mismo, y que hoy funge nuevamente como oposición ahora al gobierno de Gustavo Petro, se tradujeron en una reconversión de la paz estable y duradera en un oxímoron llamado paz con legalidad. Contradicción en el entendido que supeditaron los esfuerzos para conseguir la anhelada paz a una estrategia de sometimiento judicial que jamás sucedió, sino al contrario, la inseguridad y la impunidad aumentaron, imposibilitando entonces cualquier avance del Acuerdo.
Esto pasó en parte debido a la eficiente ineficiencia del gobierno anterior, cuya incapacidad intrínseca le impidió siquiera cumplir con su propio imaginario, tal como pasara con otras administraciones de derecha latinoamericana que se hicieron llamar de excelencia pero que entregaron sus países empobrecidos, polarizados y endeudados.
Volviendo a Colombia, el onceavo informe de seguimiento de la implementación publicado el 3 de agosto de 2022 por CINEP[1] muestra retrasos y retos en los 6 componentes del Acuerdo, siguiendo la tendencia de los informes anteriores, por lo cual el desenvolvimiento de lo firmado en La Habana se encuentra en un estado de gravedad tal que requiere de la voluntad y protección de toda la sociedad colombiana y la comunidad internacional.
Claro está, que la llegada del Pacto Histórico a la presidencia es una segunda oportunidad para conseguir la paz, esta vez denominada paz total, ampliando el alcance a otros actores que siembran dolor en el país, y que por lo tanto demandará mayores esfuerzos humanos, financieros, morales e institucionales, entre otros, para avanzar en la materia.
Una de las aristas que se encuentra deliberadamente más abandonada es la cuestión de la tierra debido a dos factores que destacan dentro del conjunto de motivos que sostienen la conflictividad en la materia, a pesar de ser la causa principal de la violencia. Primero, el Acuerdo no incorporó el ordenamiento territorial como estrategia para conseguir la paz, sino que las medidas de la Reforma Rural Integral se introdujeron dentro del cuerpo legal existente, lo que deriva en la continuidad del desordenamiento territorial; y segundo, en la renegociación post plebiscito se introdujo al sector privado como actor en la implementación a través de compromisos legales que permitieran la explotación de la tierra, propiciando nuevas formas de concentración que se traducen en la continuidad del conflicto.
Desarrollando el primer punto, en la legislación colombiana sobre ordenamiento territorial se observa un amplio conjunto de leyes que no ha permitido un proceso efectivo de planificación ni organización del espacio geográfico, ni mucho menos de los usos que ha debido y debiera tener. Por ejemplo, a la fecha solo el 20% de los municipios del país cuenta con un Plan de Ordenamiento Territorial (POT) actualizado conforme a la ley.
Otra situación se observa cuando a pesar que la Ley 388 de 1997, Ley de Desarrollo Territorial, cumplió 25 años, no existen claras delimitaciones en las competencias sobre la materia, y además se excluye o minimiza la participación del Ministerio de Vivienda, Ciudad y Territorio de los espacios de concertación, cuando es la entidad con más competencias al respecto. A su vez, las nuevos leyes complejizan más la situación, como con la Ley 1454 de 2011, Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial, que agregó nuevos esquemas de agrupación territorial por reglamentar sin reconocer la condición basal del país. O también lo que ocurre con el Decreto 1807 de 2014 que reglamenta la incorporación de estudios de riesgo en los POT, cuya obligatoriedad y estándares impiden que municipios de categorías 4, 5 y 6 actualicen sus planes por falta de recursos y competencias, o bien queden a merced de consultores inescrupulosos que se aprovechan financieramente de la situación.
Y en cuanto al segundo punto, sobre la intromisión del sector privado en la implementación, esto no reviste una negatividad de por sí. Sin embargo, que el Estado estuviera cooptado por actores proclives al neoliberalismo significó que se propiciaran nuevos esquemas de concentración de tierras como, por ejemplo, a través de figuras no traslaticias de dominio según lo dispuesto en la Ley 1776 de 2016, Ley por la cual se crean y se desarrollan las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social, criticada internacionalmente por no resolver la cuestión de la tierra y por sumir a la ruralidad colombiana al subdesarrollo[2]. Mientras que, en paralelo, se desfinanció y ralentizó la implementación de programas de reparación a las víctimas y de restitución de tierras, prolongando así la revictimización y el conflicto en el país.
Esto ocurre, además, debido a la supeditación de la paz al desarrollo que, como ya se sostuvo, se embebe en el imaginario neoliberal, cuya instauración en Colombia significó el incremento de la violencia y la muerte en los territorios producto de la consideración de grandes superficies como si fueran espacios geográficos vacíos, sea como despensas para la globalización, o bien para desplegar proyectos inmobiliarios que responden al déficit habitacional y al crecimiento no planificado de las ciudades. De hecho, el Ministerio de Vivienda ha desarrollado políticas públicas que fomentan la disposición de suelo para viviendas sin mayores consideraciones ambientales ni sociales.
Por estos factores, entre otros, el Ordenamiento Territorial constituye uno de los desafíos más relevantes para la consecución de la Paz Total propuesta por el presidente Petro. Y si a lo anterior le agregamos el contexto de crisis ambiental – y por tanto civilizatoria –, trabajar en la materia debe ser prioridad para la nueva administración, más aún si el programa de gobierno circunscribió el ordenamiento al agua, a la interculturalidad y a la producción.
En este orden de ideas, y reconociendo las limitaciones políticas, institucionales y coyunturales, el nuevo gobierno debe depurar y/o adecuar la normativa sobre ordenamiento territorial para así permitir que el 80% de los municipios del país puedan actualizar sus instrumentos de planeación.
Asimismo, debe superarse el imaginario neoliberal y establecer políticas urbanísticas y de uso de suelo que vayan más allá del crecimiento por extensión no planificado o de disponer territorios para sostener ritmos de vida insostenibles, puesto que se afectan mayores extensiones de territorio, impactando ecosistemas y territorialidades diferentes a la territorialidad neoliberal impulsada hasta el momento por el Estado colombiano. Porque para desplegar la paz total y ser potencia mundial de la vida, la protección de la vida debe ser el eje del ordenamiento territorial en Colombia.
[1] https://www.cinep.org.co/es/undecimo-informe-de-verificacion-de-la-implementacion-del-acuerdo-final-de-paz-en-colombia/
[2] https://www.oxfam.org/es/colombia-las-falacias-detras-de-zidres-una-ley-de-subdesarrollo-rural
Comentar