La forma de abordar las enfermedades mentales cambia radicalmente si lo haces después de garantizar las tres comidas y un acceso diversificado al conocimiento más allá del posmodernismo de occidente.
Procesos hormonales de edades – y viejos hábitos – cambiantes, la angustia que agudiza un capitalismo desbordado inundando el vacío donde en otras épocas se pretendía lo divino, quizá la frustración de aspiraciones programadas por un mercado sin ética o el ruido que se va interiorizado hasta desdibujar nuestra propia conciencia…
Soledad en las urbes sobrepobladas, proyecciones de éxito reflejadas en la carencia para justificar la desigualdad ahondante, relaciones superfluas influenciadas – corrompidas – por la ideología del consumo y lo desechable. Mercaderes institucionales que posan de políticos a través de discursos polarizadores y degradantes para la inteligencia con la que se desarrollan las culturas, la esperanza sumergida en la apología a la meritocracia, que al mundo de hoy no es otra cosa que el acceso a títulos (de propiedad y clase validada) – y cargos – alcanzados por ostentosas herencias de casta.
Aislamiento biológico (humano, animal, vegetal, fungi y de más reinos desconocidos) consentido, emociones auspiciadas por la capacidad adquisitiva y el acceso a bienes y servicios cuidadosamente monopolizados. Precarización laboral y detrimento de lo público para propender la «austeridad» pero en la calidad de vida de los pobres. Señalamientos de culpa sobre un individuo a quien se responsabiliza de su libertad, que inexistente, es suplantada por el libertinaje transnacional que impone con su oferta – limitada, excluyente y culturalmente diseñada (colonizadora) – una forma de concebir el mundo que resquebraja en su hipocresía cualquier tipo de virtud, despojando a la humanidad de valor para imponerle un precio.
Pero, ¿No es también la depresión un término económico?
Pareciese paradójico, por no señalar que abiertamente cínico, responsabilizar a «la nueva generación» por su «patológica médica de moda». La pandemia invisible que según un estudio realizado en el año 2015 por la Organización Mundial de la Salud, padecían en el planeta unas 322 millones de personas y cobraba la vida de 788.000 personas, principalmente por suicidio. Cifras que crecieron exponencialmente con las medidas adoptadas tras decretar mundialmente la pandemia por COVID19 durante el año 2020.
Sin pretender detallar lo que suman esta situación de pánico generalizado ocasionó, otros sucesos vulgarmente develados por el poder en sus distintos ámbitos y sistemas, la transición avocada sobre diversas sociedades humanas, estando en el tiempo de una revolución digital y tecnológica, la emergencia en los núcleos sociales para responder a la «nueva normalidad» como reacomodación del paradigma dominante (desde lo más desgarrador y lo moralmente ecocida, feminicida e infanticida, hasta la empatía para la armonía con la existencia que es caos, búsquedas de las civilizaciones sensatas, es decir, las que logran vivir) -.
En la era de la información, todo está en la mente:
«La depresión sí existe, es una enfermedad silenciosa, y al igual que el cáncer, sus síntomas solo son notables cuando el dolor te acerca a la muerte.
La depresión es real y no es tan fácil como pretender sonreír ante la adversidad o mensajes de motivación para la vida, ella te envuelve y destruye en ti la esperanza, confunde tu propia imagen y diluye cualquier lazo de afecto.
La depresión es latente y casi siempre la tratamos, la vemos en rostros divertidos y en actitudes banales, la encontramos aislada pero le consideramos amable.
La depresión también suele ser arte. La depresión carcome y es evidente entre líneas, que la pasemos por alto u omitamos el detalle solo demuestra nuestra sociedad falta de empatía.
La depresión es como un camaleón que se transforma y da sus lugares para ocultarse entre muchos mientras por dentro notas como «la indiferencia» ante tus emociones te envenena y te lastima. La depresión te va robando todo y eres tú, quién al final, de agotada le regalas tu vida.
La depresión está ahí y mientras ofrecemos mensajes de apoyo, alguien a nuestro lado nos sonríe y nosotros no notamos que en esa persona habita. Cuando conversamos y decimos las cosas sin la suficiente atención, hay alguien que por dentro pidiendo ayuda grita.»
Perder la guerra es ignorar lo que carece de marketing.
Tristemente los rezagos puritanos y represivos del siglo XIX sumados a la avaricia bélica del siglo XX dieron como resultado el tratamiento de las drogas para la mente – lícitas, ilícitas, medicables, recreacionales, morales, inmorales, rentables, etcétera – como un asunto de crímenes estatales y organizados al margen de la ley y no como lo que es: un problema de salud pública y educación de calidad (al fin de cuentas, ese no es el negocio).
Existen las deficiencias neurológicas y procesos traumáticos de desarrollo hormonal ¡claro!, pero cabe preguntarse si el creciente número de casos responden a un poco efectivo proceso psiquiátrico – y nulo acceso para determinadas poblaciones – (recordando que los centros médicos donde se desarrolla esta disciplina, operan como centros de rehabilitación punitiva que atiende a aplicaciones jurídicas que se actualizan con la realidad social y muchas veces responden exclusivamente a la voluntad de poder del gobierno de una época) ó a entramados de pensamiento que bloquen la experiencia sutil de la contemplación que anula la inmediatez de la pantalla, inducidos a la pérdida de sentido vital tras ser cautivados gustosamente por la tienda de los hermanos detrás del algoritmo.
«Un día miré 43 puestas de sol
(…)
Sabes, cuando estoy triste me gusta ver las puestas del sol»
El Principito al Zorro, The Little Prince
No hay espacio para la tristeza, ¿mutilación resiliente?
Una censura abierta a lo que consideramos negativo – y erradamente malo – en el trance histórico de la hiperexcitación momentánea. «Satanizar» el aburrimiento (también el descanso, la nostalgia, la conmoción, ¡la sensibilidad propia de lo humano!) para doparnos con compras de placebos ofertados tras chatear sobre productos específicos, privando el arrojo a la reflexión crítica que denota incomodidad y sufrimiento para alertar sobre los errores del proceso vital.
A pesar de que cada día la economía en los hogares es menos tolerable dentro de la lógica citadina, generalmente con un filtro de Instagram ya la cotidianidad está bien, pues si osas quejarte en Twitter (y si además logras que convenientemente seas tendencia un día), la indignación es canalizada para el comercio de tiempo – y datos – en línea donde te venden la ilusión de que tu opinión importa pero solo es una estrategia más de entretenimiento hasta que encuentres un nuevo placebo en qué gastar tu – si privilegiadamente accedes a uno – salario que no es más que ese tiempo de vida intercambiado por dinero. Que rara vez quedará en tus manos ya que debes pagar por el mero hecho de existir en esta organización social, y si no puedes hacerlo, es decir, comprar una (su) vida (artificial), automáticamente deben convencerte de que eres la falla y por tanto eres tú el que debe abortarse de este «paraíso hollywoodendse» ya que no cabe «tu actitud tóxica» de pensar.
¿Qué pasa cuando el precio de la sociedad que habitamos es insostenible?, ¿qué tan impotente puede sentirse el talento frente al capital de inversión?, ¿cómo superar el hambre con la riqueza imaginaria de los libros de autoayuda?, ¿cómo evitar una inminente guerra con la comprensión del mundo a través de TikTok y memes?, ¿cómo prever un holocausto satisfechos de tiranías light?
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