“…el fraude electoral también ha sido bien recibido por los líderes de PODEMOS, estómagos agradecidos que durante años vivieron de los impuestos de los ciudadanos venezolanos asesorando al gobierno que, más temprano que tarde, les obligó a abandonar su país”.
Adam Przeworski suele referirse a la democracia como “incertidumbre institucionalizada”. La democracia es incierta porque, cuando hay elecciones, todos saben lo que es posible y probable, pero no lo que efectivamente sucederá. Si hay ocho candidatos, hay ocho posibles ganadores, cada uno de los cuales tiene una probabilidad distinta de ganar, pero el candidato electo no se puede conocer con certeza antes de contados los votos (si no, que le pregunten a Daniel Noboa).
Pero la democracia también comprende una serie de instituciones que garantizan que el conflicto político se resuelva de manera pacífica. La más importante entre ellas es la de las propias elecciones, que para considerarse democráticas deben ser libres, competitivas y limpias. Libres porque, en principio, cualquier ciudadano debe poder candidatizarse o votar por el candidato de su preferencia. Competitivas porque los ciudadanos deben contar con, al menos, dos opciones distintas entre las cuales elegir. Y limpias porque el órgano encargado de llevar adelante el proceso electoral debe garantizar que los candidatos compitan en una cancha nivelada y que las preferencias de los ciudadanos se traduzcan en votos debidamente registrados para los candidatos de su elección.
Lógicamente, en contraposición, cuando las elecciones no son libres, competitivas ni limpias, y el candidato ganador se conoce de antemano, nos encontramos ante un régimen que no es democrático.
Este es un razonamiento con el que cualquier estudiante de primer semestre de Ciencia Política está familiarizado, aunque, así expuesto, no debería resultarle extraño a nadie que haya ido a votar al menos una vez en su vida. Cuando se nos convoca a las urnas, asistimos con la confianza de que nuestro voto no será manipulado y que el ganador de la contienda electoral será aquel que logró captar la mayor cantidad de adeptos en una competencia más o menos equilibrada. Y si no es este el caso, si no podemos asistir libremente a depositar nuestro voto o no confiamos en la transparencia del proceso, concluimos que la democracia es una pura fachada.
Ciertamente, hay quienes ponen en duda la transparencia de una elección por haberse tragado una noticia falsa o para generar desconfianza en otros de manera deliberada. Sin embargo, en los países en que la democracia todavía es un hecho, es relativamente fácil desmontar las alegaciones de fraude. No ocurre lo mismo, en cambio, en las dictaduras.
Asociamos de manera casi automática las elecciones con la democracia, por lo que la idea de un proceso electoral en una dictadura nos resulta contraintuiva. Pero ocurre. Muchas veces los dictadores tratan de legitimarse organizando elecciones que carecen de todo rastro de incertidumbre (piénsese en las “elecciones” en Corea del Norte). Sin embargo, hay ocasiones en que el contexto nacional, la presión internacional, o ambos, introducen algo de incertidumbre en estos procesos, al punto en que el dictador puede verse realmente amenazado. Así le pasó a Pinochet en 1988, cuando, tras perder un plebiscito que él mismo convocó para tratar de legitimar su moribundo régimen, se vio forzado a dejar el poder —aunque se tomaría dos años más para hacerlo.
Como pequeña digresión, ha de señalarse que las democracias no mueren únicamente por medio de golpes de Estado. Muchas veces, la muerte de la democracia es lenta, y ocurre a manos de aquellos que accedieron al gobierno a través de las urnas. Este es el caso, tristemente actual, de Venezuela. Y es justamente en dicho país donde, el pasado domingo, se produjo uno de esos raros casos en que las elecciones organizadas por una dictadura tienen algo de incierto.
El contexto no parecía el más favorable para el chavismo. Por un lado, una lideresa opositora con suficiente capital político para, a pesar de su proscripción, movilizar a la mayoría del electorado tras la candidatura de Edmundo González, aumentando significativamente el costo de la represión para el régimen. Por el otro, una izquierda cada vez menos populista en Chile, Brasil y, en menor medida, en Colombia, que mira con recelo a Nicolás Maduro.
Por primera vez en años, los venezolanos se esperanzaron con una salida pacífica a la crisis en su país. Lastimosamente, para el régimen chavista, parece ser que, si existe salida alguna, es con los pies por delante.
El chavismo trabajó incansablemente para que las elecciones fueran lo menos libres, competitivas y limpias posibles. Impidió participar a los principales candidatos de la oposición, les negó la entrada a los recintos electorales a votantes en distritos pocos afines al chavismo e hizo todo lo que estuvo en sus manos para evitar que los emigrados puedan ejercer su derecho al voto. Y, una vez concluido el proceso electoral, el CNE chavista anunció los resultados sin hacer públicas las actas electorales. A lo que debemos agregar el milagro estadístico que supuso que los porcentajes de votos para Maduro y González sean redondos al primer decimal, como si el número de votos se hubiera calculado a partir del porcentaje y no al revés.
Como era de esperarse, los primeros en felicitar a Maduro por su “victoria” fueron los presidentes de países tan democráticos como Nicaragua, Cuba, Rusia y China. No obstante, en los países democráticos de la región no hubo tanto entusiasmo. Ya sea motivados por un genuino interés por la democracia en Venezuela o por puro oportunismo ideológico, los presidentes de Latinoamérica —con la excepción de Luis Arce, en Bolivia y López Obrador, en México— instaron al régimen chavista —con mayor o menor tacto diplomático— a publicar las actas electorales para disipar cualquier sospecha de fraude. A una semana de la elección, mientras escribo esto, las actas en poder del CNE siguen sin ver la luz, en tanto que las actas que la oposición pudo recabar de los centros de votación —éstas sí públicas— evidencian la contundente derrota del chavismo.
Lastimosamente, aunque la postura de la mayoría de presidentes de la región ha sido más o menos la apropiada —quizás pecando de tibios en algunos casos—, no ha ocurrido lo mismo con varias figuras prominentes de la izquierda latinoamericana. En Ecuador, hemos debido soportar a Rafael Correa y a sus más fieles adeptos celebrar la fraudulenta reelección de Maduro como si de una victoria electoral propia se tratara. Lo propio ha ocurrido en Chile con el Partido Comunista y en Argentina con algunos kirchneristas, y los ejemplos se multiplican por toda la región.
Del otro lado del charco, el fraude electoral también ha sido bien recibido por los líderes de PODEMOS, estómagos agradecidos que durante años vivieron de los impuestos de los ciudadanos venezolanos asesorando al gobierno que, más temprano que tarde, les obligó a abandonar su país. La punta de lanza de esta ofensiva transatlántica en contra de la democracia en Venezuela es, cómo no, Juan Carlos Monedero, referente intelectual de los que reprobaron Teoría de la Democracia en la licenciatura.
Parece ser que al politólogo —o eso dice su hoja de vida— español le parece perfectamente razonable que, tanto el presidente del Consejo Nacional Electoral que ha declarado ganador a Maduro, como la presidenta del Tribunal Supremo de Justicia que inhabilitó la candidatura de María Corina Machado, sean miembros del partido de gobierno. Absurdo le resulta, en cambio, que la oposición y la comunidad internacional soliciten al régimen algo tan básico como la publicación de las actas electorales que están en su poder.
Monedero —quién, dicho sea de paso, se ha dado el gusto de insultar a cuanto académico latinoamericano osara exigir transparencia al órgano electoral venezolano— es el ejemplo perfecto de un demócrata por conveniencia. Igual que para sus admirados populistas latinoamericanos, para Monedero la democracia sólo funciona cuando ganan los que tienen razón, los que están “del lado del pueblo”. Porque el pueblo nunca se equivoca… Hasta que se equivoca.
Y es que mientras el pueblo vota por los Chávez, los Correa o los Morales, la democracia se gana el adjetivo “popular” y se vuelve merecedora de todos los elogios que las mentes educadas a base de Laclau y Cortázar son capaces de producir. Pero cuando el pueblo osa traicionarse a sí mismo —o, lo que es igual, al amado líder en que él se encarna—, la democracia se convierte en un problema, un límite, y retorna a su burda condición de liberal y representativa.
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