Se apaga el sol al sur de Medellín. Se respira una furia que escupe frenazos, estafas, balazos y navajazos. Los peatones atraviesan con un miedo desatado a ser atropellados en los pasos de cebra, o a ser atracados en la esquina sin nombre, o asesinados en los callejones sin apellidos. Es el pánico diario de una ciudad con leyes invisibles, donde los turistas buscan polvos mágicos y los hambrientos devoran las partículas de la miseria.
Medellín es una villa vestida de novia decepcionada, que se le corrió el maquillaje de la eterna primavera con el sudor de los aguaceros y el temblor de un sol impertinente. El amor es un caso sin resolver, la capital del departamento de Antioquia tiene la etiqueta de antro peligroso, donde la amabilidad es un truco y la cortesía una trampa. Así es retratada por cronistas extranjeros atrapados a sus clichés, periodistas de lenguaje amarillo o visitantes perezosos.
Y Valentín se pasea por Medellín del mismo modo que se dejó llevar por la Barcelona yonqui, el París racista, una Nápoles de camorra, un Buenos Aires traidor o una Nueva York sin ideas.
Y Valentín, amante eterno, encontró la cortesía del amor a los pies del desconsuelo de mármol barcelonés, en el cementerio parisino de Père Lachaise, en el horizonte marítimo del puerto napolitano, en la boca gritona bonaerense, o en la pequeña Italia neoyorquina.
Y en una noche cualquiera, en esta furiosa Medellín, Valentín encuentra confesionarios con sosiego en algunos parques sin cagadas de perro, en algunas orillas de aceras sin peatones, en grotescos rincones pintados con luz de gas, en esta ciudad colombiana fascinante, con su rostro sin muecas, con su amor derramado por todas partes, es otra Medellín, la de gente trabajadora, la de la creatividad que se mueve con mas ganas que buena estrella, la de amores y amistades que sobreviven a las etiquetas, a la violencia, a la soberbia.
En la esquina de la casa museo Otraparte, esa que sobrevive frente a una gasolinera con recelos y restaurantes de mordiscos chatarra, hay una puerta de hierro fundido con una frase en latín:
“Cave canem seu domus dominum”.
Esa puerta abierta como una boca de quijada rota, te lleva al universo eterno de Fernando González, un brujo antioqueño, colombiano, latinoamericano, de mundo redondo y completo.
Por allí vivió con su esposa, sus brisas. sus hijos, sus lluvias, sus hermanos, sus espíritus, sus amigos, sus pensamientos.
Hay un jardín, saqueado con orgullo por las manos de los desheredados de esta ciudad, caminado en silencio por los lectores de la vida, descubierto por la curiosidad de los viajeros, coloreado por las paletas de los artistas, fotografiado por las pupilas de las princesas, grabado por las avenidas de las televisiones, añorado por nadaístas, anarquistas y locos de la nada.
En ese jardín alumbrado por la sombra de los mangos y las raíces de plantas que hablan solas, donde las ardillas se sienten reinas y las abejas son dueñas del sabor de su miel, se plantaron tres bancas que son como las gradas de un estadio de fútbol, o butacas de un teatro, o asientos de un bus de largo recorrido o de una estación de tren o de un apeadero para el sofoco.
Es de noche honda, con un azabache descarado que amaga la sonrisa de la luna tras esas ramas robustas de los árboles que protegen el jardín de Otraparte y que someten en forma de cruz la transparencia de un cielo desenfocado.
Y en esas bancas se sientan los solitarios, que alumbran sus lecturas con la llama de las candelas, de los cigarrillos o de sus demonios. Unos leyeron a Poe, en busca de Annabel Lee, otros a Bequer,, a Cortázar, a Machado, a Borges, al Rivas o a los negroides de Fernando.
Otros se acercan a las columnas de Universocentro, a los ruidosos artículos del Colombiano o a las calladas arengas de la izquierda nacional.
Algunos de ellos escriben versos, otros relatan viejas historias de malas horas, y tal vez escapan las culebras de la borrachera, las mariposas de amores traviesos o la luz de una condena.
Este jardín de Otraparte es una estación de paso, con amantes que se esconden del ruido, que descubren la humedad del sexo tal vez virgen, o la rigidez de una erección suprema, o los recuerdos de un amor escrito por entregas, o el final de una pasión firmado con un beso de limón.
Son noches que van y vienen, en un refugio que ve pasar las sombras del tráfico a golpe de calma. Cerca del jardín, a pocos metros del rostro de un sátiro garabateado de piedra, con un gesto de ironía por sonrisa, está la greca sobrada de tinto, iluminada con la bombilla que parpadea dudas y que recibe los galantes revoloteos de polillas y mosquitos. Los pasajeros de Otraparte van y vienen, buscando descanso en las bancas del jardín, encontrando sabor con el tinto de esta mansa greca, donde hubo un tiempo donde tomaba Fernando González tragos de palique con los viajeros, y que ahora se la apropian los nuevos locos de esta nave mundana de palabras y nómada de sentimientos.
Valentín agoniza en una noche de Febrero en la ciudad de Medellín, esa ciudad sin primaveras, ni otoños, capital de centros comerciales, cuando el 14 de Febrero es fecha de regalos con disculpas para unos novios torpes, o caricias atrevidas de esposas que comprenden, o versos en los labios de los adolescentes que se besan por primera vez, o amores eternos en los temblores de los mas ancianos que han sobrevivido a mil batallas injustas, o ese perdón que llega con paciencia, o ese anillo de compromiso que se pierde en el bolsillo de la mentira, o esos revolcones que llegan sin avisar en los asientos traseros de un coche, o esa botella de vino tinto que se bebe sin prisa y que prende la luz de las miradas.
Cada vez que se muere el sol sobre la ciudad de Medellín, los amantes encuentran rincones como este jardín en Otraparte, donde Valentín, descubre un nuevo lugar donde poder volver. Volver al delirio del caminante, del que busca su destino paso a paso.
[author] [author_image timthumb=’on’]https://alponiente.com/wp-content/uploads/2014/12/Manel.jpg[/author_image] [author_info]Manel Dalmau Etxalar Nacido en un pequeño pueblo del pirineo catalán cuyo nombre es La Pobla de Segur. Adoptado en la ciudad de Medellín en 1998, paisa chivado desde Enero del 2010. Periodista, documentalista, historiador, dinamizador cultural y onanista compulsivo. Forma parte del equipo de la casa Museo otraparte desde el año 2010. El “NO” de su gorra es un adverbio positivo y un morfema ácrata. Es un “NO” a la intolerancia, al desajuste social, al abuso, es una invitación para que todo aquel que lo lea, se invente su propio NO. Es un yonqui de la tertúlia y un borracho de silencios. Intenta soñar. [/author_info] [/author]
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