El mundial de fútbol es el evento deportivo más importante en todo el planeta; la movilización de derechos televisivos, el turismo y la activación de la economía, no solo del país anfitrión sino de todos aquellos que llevan representación a esa cita es significativa, y en general la audiencia de todos los amantes de este deporte sin importar su nacionalidad.
Las cifras de la FIFA demuestran que más de 3.000 millones de telespectadores vieron el mundial de Brasil en 2014, récord que espera ser ampliamente superado en la actual contienda que por estos días nos convoca. Pues bien, nuestro País no es la excepción: se calcula que la economía doméstica en los sectores de importación de televisores y licores creció en un 30%, esto sin contar los de prendas deportivas y alimentos.
Rusia es el país con mayor extensión en el planeta: cuenta con once zonas horarias diferentes, tiene una población que supera los 146 millones de habitantes y se calcula que en el mes que dura el torneo reciba entre 600.000 y 1.000.000 de turistas de todos los rincones de la Tierra, lo que sin duda convertirá a este conservador estado y por este corto tiempo en la Babilonia moderna.
Colombia está en el top 5 de los países que más entradas solicitó para la compra y se calcula que el día del partido debut de nuestra selección, estuvieron más de 35 mil compatriotas en Saransk; eso sin contar quienes se quedaron en Moscú y aquellos que aún alistan maletas para acompañar a la tricolor en los partidos venideros.
Sin duda perder con Japón fue un golpe que ninguno esperaba; la expulsión de “La Roca” y el penalti tempranero cambiaron toda la estrategia proyectada por el timonel argentino José Néstor Pekerman. Sin embargo, y aunque he sentido la necesidad de opinar sobre fútbol, voy a tomar fuerza de valor y me referiré específicamente a lo que esta columna demanda, el cómo y el por qué de lo que comunicamos cuando estamos fuera de nuestra patria.
Creo, sin temor a equivocarme, que todos sentimos pena e indignación cuando se viralizó un video en el cual Guillermo Morales, un hombre con la camiseta de la selección Colombia invitaba a una mujer japonesa a decir palabras en español, las cuales no eran nada diferente a una ofensa para con ella misma. Casi, y al mismo tiempo, miles de usuarios en las redes sociales compartían otro corto en el cual se puede observar a unas personas dentro del estadio Moldovia de Saransk compartiendo una bebida la cual estaba camuflada en unos supuestos binoculares y sobre lo cual hacían mofa de cómo se violaba la seguridad del país anfitrión.
Lo que en principio pudo parecer para los autores de estos hechos un acto risible, se convirtió en el tema del día y generó cientos de miles de reacciones; el repudio era pues el común denominador de los sentimientos que embargaban a millones de colombianos ante el hecho de la patanería, y lo que mal denominó la mujer del último video como “ingenio paisa” fue leña seca en una hoguera ardiendo.
Claramente no es la mejor muestra de la creatividad de los colombianos, ni mucho menos el comportamiento general de quienes nacimos en el país cafetero, ni el actuar de los miles de compatriotas que visitan las lejanas tierras del otrora imperio soviético, pero sí tristemente las notas que acompañaron la noticia de la derrota del once nacional y que por demás dieron la vuelta por todo el planeta.
Son múltiples las características que nos diferencian de otras culturas: la alegría, el color, el folclor, la amabilidad, el acento, entre otras. Pero también cargamos un signo que nos ha marcado por generaciones y que representa antivalores ligados a la violencia, el narcotráfico y la trampa, factores estos que potencializan cualquier situación que por un connacional fuese cometida.
Pero siempre y en todo caso hechos por muy pocos, por una inmensa minoría que pareciera terca y torpemente hacer todo lo posible por seguir ahondando en el estigma, en vez de caminar por la senda que miles de compatriotas trazan día por día en todos los rincones del planeta a través de su conocimiento y sus buenas acciones.
Debemos entonces pasar de la indignación colectiva y la sanción social que en buena hora se promueve, a ejercer una verdadera evaluación de nuestros comportamientos tanto personales como sociales, revisar si nuestras acciones cotidianas son apología a las narco-novelas del hoy “padre de la patria” Gustavo Bolívar, o por el contrario, son constructoras de una cultura ciudadana sólida y sostenible.
¿Es usted de los que se indignó por los binoculares pero se cola en una fila, se pasa un semáforo en rojo, tira papeles a la calle, evade impuestos o no respeta el pico y placa? O de los que se enfureció por las clases de español de Guillermo a la asiática, pero a diario le dice a su hijo que si lo ofenden no se deje, o de los que goza cada vez que uno u otro político se mentan la madre dependiendo de su gusto partidista, o de los que ríe con chistes machistas y replica cuanto meme llega a su teléfono móvil.
Hay una delgada línea entre el humor, la creatividad y la patanería o la violación de las normas. Sin embargo, y muy a la par, hay un camino emprendido entre la indignación colectiva, la sanción social y la evolución de nuestra sociedad.
Por eso invito a que compartamos muchas más cosas positivas de lo que hacemos tanto en nuestro territorio como fuera de él, que lo que sea viral deje de ser lo malo y seamos eco de las cosas positivas, que nuestras acciones vayan en beneficio de una mejor sociedad y nuestro ejemplo sea la mejor formación de las generaciones que nos preceden.
Mientras tanto, sigamos hinchando a nuestra selección, que si ganan celebremos en paz y que si pierden sigan siendo nuestro orgullo, al fin y al cabo son el reflejo de lo que somos, un equipo en constante evolución.