Al recibir el Premio Nobel de Literatura en 2005, Harold Pinter defendió con potencia la búsqueda de la verdad en el debate público. En el arte, afirmó el dramaturgo, la verdad es siempre esquiva: muchas verdades se reflejan, se retan, se ignoran. No importa qué es mentira y qué es cierto: una cosa puede ser al mismo tiempo verdadera y falsa. El lenguaje se vuelve transacción ambigua. Pero el inglés fallecido en 2008 precisó que como escritor adhería a esas premisas, mas “como ciudadano” debía “preguntar qué es verdad, qué es falso”: hallar la verdad es una tarea que no debe ser postergada sino llevada a cabo ahora. Lamentablemente, advirtió el también actor, la actividad que nos hace ciudadanos, la política, termina a veces convertida por unos en una sátira en la que no importa la objetividad, en una sátira de sermones, en una sátira en la que la verdad estorba. Y es más lamentable cuando la verdad de algunos estorba a una comisión de la verdad.
Dejemos a un lado detalles de protocolo, preocupaciones por “escenografía” y “performance”. Lo relevante es que un ciudadano nos recordó hace cinco días que una integrante de la Comisión de la Verdad podría tener un sesgo a favor de FARC, grupo que ha justificado y empleado la violencia política en Colombia, a pesar de que a esa corporación se le ha confiado “conocer la verdad de lo ocurrido y contribuir al esclarecimiento de las violaciones e infracciones y ofrecer una explicación amplia a toda la sociedad de la complejidad del conflicto; promover el reconocimiento de las víctimas y de las responsabilidades de quienes participaron directa e indirectamente en el conflicto armado; y promover la convivencia en los territorios para garantizar la no repetición”.
Ante las dudas obvias por la factible parcialidad de quien se espera lo contrario, la ciudadanía ha encontrado evasivas que señalan a un “patriarcado” que nadie vio en una extensa entrevista divulgada ampliamente y en vivo, oportunismo político, la palabrería de los “contextos explicativos”, la denuncia falaz de una intimidación o amenaza en un “escenario humanamente muy duro” y el anuncio del descubrimiento del agua tibia: “uno de los avances es que la Comisión… los llame responsables y no victimarios o perpetradores”. La ciudadanía ha encontrado una especie de oxímoron como recurso retórico en la sátira política de la semana: parece que algunas personas no pueden decirles toda su verdad a integrantes de la Comisión de la Verdad (corren el riesgo de ser injuriados y calumniados con acusaciones mendaces).
Sin debate público no hay democracia. La verdad compatible con la democracia puede discutirse y refutarse: las conclusiones de la Comisión de la Verdad, que no son judiciales, no superan la libertad de expresión, derecho que debe restringirse al mínimo y solo cuando sea estrictamente necesario para alcanzar un fin legítimo: impensable impedir a los individuos controvertir las posturas de entidades del Estado y pedirles cuentas, como cuando se revela el posible conflicto de intereses de una persona a quien incumbe la verdad. En otras palabras, al contrastar el pasado el discurso libre se limita o matiza excepcionalmente (por ejemplo, cuando se prohíbe negar el genocidio del pueblo judío por la dictadura hitleriana o difundir narrativas que degeneran en discursos de odio, propaganda en favor de la guerra o incitación a la violencia, abusos de la libertad de expresión similares a los atentados contra la presunción de inocencia que protege a la persona -que solo se derrumba si la persona es condenada en un proceso penal en el que se le respetan todas las garantías-; el buen nombre, la honra y la reputación de un inocente; y el derecho de todos a recibir información veraz e imparcial). Como la historia se interpreta y en una sociedad abierta no existe “verdad oficial” -mucho menos una encargada a una comisión integrada por personas que fueron elegidas conforme un pacto deficitario democráticamente-, una afirmación es verdadera si corresponde a hechos probados, no a “contextos explicativos” imaginados o deducidos a priori que confunden necesidad, probabilidad, correlación, causa y coincidencia.
Estas consideraciones podrían ser tenidas en cuenta por la Comisión de la Verdad, que inició labores cuando seguimos anhelando la paz efectiva (la paz no existe porque un documento lo diga) y que se ocupa de lo acontecido en una democracia, a diferencia de las comisiones sudafricana y de naciones latinoamericanas, que trataron sobre lo sucedido en sistemas políticos antidemocráticos: Apartheid, dictaduras militares, regímenes autoritarios. Además, la Comisión debería meditar sobre una importante propuesta planteada por el Presidente Uribe en la conversación del lunes 16 de agosto: una amnistía.
El derecho internacional no prohíbe conceder amnistías, indultos o beneficios similares a responsables de crímenes de lesa humanidad y de guerra: el derecho de los tratados invita a hacerlo (Artículo 6.5 del Protocolo II a Cuatro Convenios de Ginebra), la costumbre apunta a su legalidad, los tratadistas están divididos y la jurisprudencia está en construcción. Ni siquiera el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional ordena una sanción penitenciaria para responsables de esos crímenes, pese a que, dice su preámbulo, “conmueven la conciencia de la humanidad”. Y aunque la Fiscalía de ese tribunal le dijo a Colombia en 2013 que lo negociado en La Habana debía incluir cárcel y prohibición de participar en política, desde 2016 ha validado la “sanción propia” acordada por el Gobierno Santos y FARC para responsables de crímenes graves, que equivale a una amnistía o un indulto condicionados de facto. (La verdad, de hecho, es que el único proceso de paz que en Colombia ha exigido prisión es Justicia y Paz -Ley 975 de 2005-, avance incontestable para los derechos de las víctimas en comparación con negociaciones anteriores).
La eventual coincidencia por pragmatismo en la posibilidad de otorgar una amnistía -y el pragmatismo es un rasgo del derecho humanitario- no significa consenso en que en Colombia la violencia para alcanzar el poder era justificada. Colombia es una democracia y el delito político (violencia) solo se justifica cuando se enfrenta a un régimen no democrático y la violencia estatal organizada solo se valida mientras sirva para preservar la vida, las libertades y la democracia respetando los derechos humanos. Es verdad que unos creen que Colombia no es una democracia, así como es cierto que otros sabemos que la democracia colombiana, apenas “formal” para aquellos, permite controlar a quienes ejercen el poder y tramitar civilizadamente los disensos que existen en nuestra sociedad y es manifestación de la igualdad ante la ley porque implica que cada ciudadano tiene un voto, principio del Estado de derecho y conquista de La Ilustración para la humanidad que se rompe cuando a unos se les trata mejor que a otros, cuando se impone la asimetría.
No es descabellado, entonces, renegociar lo negociado. Si tampoco se puede decir esto, habría que admitir que Paulina, la protagonista de Death and the Maiden, obra de Ariel Dorfman inspirada en la transición chilena de la dictadura de Pinochet a la democracia, tuvo razón al preguntarse: “There’s freedom to say anything you want as long as you don’t say everything you want? [¿hay libertad para decir lo que quieres siempre y cuando no digas todo lo que quieres?]”. Si no es una verdad, es al menos una duda metódica.
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