Decir no a la guerra.

Las guerras reales o ficticias; necesarias o suficientes tienen un factor común: generan réditos perversos a la n potencia. No hay sensatez en la guerra. Ni la estrategia, ni la defensa, ni la grandeza, ni la construcción de un imperio o la salvaguarda de un botín político me parecen argumentos suficientes para creer que sea justo dirigir un misil que destruya a otro. El lugar del enemigo nunca será suficiente para que se justifique detonar un arma. Las cifras me resultan absurdas y el deseo de revestir de unidad política lo que nace de un río de sangre me es vergonzoso. Tuve la esperanza de que la tregua en Gaza se prolongara más tiempo. Pero los buenos deseos son insuficientes para detener una máquina de guerra. A mi alcance solo le debo estas líneas y alguna explicación en el salón de clase. Me atormenta no tener respuesta a estas preguntas:

¿Por qué la comunidad internacional no se pronuncia?

¿Por qué no actúa?

¿A qué le temen?

¿Qué se le debe a Israel?

La destrucción sistemática de su infraestructura y la muerte de centenares de palestinos en cuestión de horas, tras el fin de la tregua, es una confirmación de la nula voluntad de paz. Es injusto e ilegal guardar silencio. No es un problema focal. Es un ataque contra la humanidad en sí misma. Desde todos los rincones del mundo debe levantarse la voz de rechazo y repudio a una barbarie que hace rato sobrepasó, con creces, los nimios preceptos que intentan dotar de sentido un absurdo llamado ius belli.

John Fernando Restrepo Tamayo

Abogado y politólogo. Magíster en filosofía y Doctor en derecho.
Profesor de derecho constitucional en la Universidad del Valle.

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