(Intervención en la reunión de Transform! en Viena, 25 de septiembre de 2021)
Es en las crisis donde el pensamiento avanza. De hecho, las grandes obras de la ciencia social son casi siempre obras que intentan síntesis en tiempos de crisis. En los últimos doscientos años, esas crisis han interrogado invariablemente al capitalismo. El momento no es sencillo. Estamos, como dice Badiou, en un tiempo de parálisis emancipadora. Igual que después de la caída de la Comuna de París de 1871 se frenó el ciclo de progreso que había abierto la Revolución Francesa, llevamos dos décadas hundidos en la perplejidad. La revolución rusa de 1917 abrió otro momento de avance social, pero la caída de la URSS en 1991 abrió otro momento «valle» en el ciclo emancipador, en donde sabemos lo que no queremos pero tenemos más dificultades para saber como sociedad lo que queremos.
El capitalismo en crisis siempre genera tres grandes movimientos: un sector que quiere mantener el statu quo, otro que impugna lo existente por la izquierda y otro, que aun siendo nominalmente destituyente suele ser una reacción al peligro con el que ve el enfado de la izquierda. Dicho en otros términos, se observa un sector que quiere mantener las cosas como están -por interés o desidia-, otro que señala al capitalismo y su política como responsables del malestar, y otro que, aunque asume el diagnóstico de la crisis, busca salidas autoritarias. En este último caso, el miedo a las mayorías enfadadas suele ser parte de su argumentario. Decía Walter Benjamin que la emergencia del fascismo siempre expresa el fracaso de una revolución de izquierdas. Si amenazas, no falles.
En el diagnóstico actual no podemos ser ingenuamente optimistas. La probabilidad de que el sentido común que salga de la crisis del capitalismo financiero sea reaccionario es muy alto. Por varias razones.
En primer lugar porque la crisis ha roto el sueño consumista, generando un comprensible enfado aspiracional en quienes ven cómo se ha frenado el ascensor social -que se mide en capacidad de consumo-. Suena en la trompeta la señal de «sálvese quien pueda». Esa salida reaccionario satisface igualmente un instinto muy humano al inventar enemigos donde descargar la frustración. Esta invención de un enemigo siempre necesita un detonador que suele tener que ver con: la inmigración – a la que se ve como un peligro laboral, securitario y religioso-; tiene que ver igualmente con tensiones territoriales, sobre todo en países con conflictos en la organización del territorio estatal; con la pérdida de privilegios patriarcales; o por la sensación de expolio fiscal por parte del Estado y las políticas de la izquierda. En el fondo, se trata de oponerse a gente que, según ese discurso reaccionario «quiere quitarte algo que es tuyo».
En segundo lugar porque genera vínculos identitarios autoritarios (familia autoritaria, religión autoritaria, nación autoritaria y propiedad autoritaria, o en otros términos, familia patriarcal, religión de castigo, nación excluyente hacia afuera y también con enemigos internos y propiedad natural donde los que tiene y los que no tienen es porque se lo merecen.
Como al menos una parte de los garantes del orden están del lado siempre del conservadurismo (jueces, policías, militares, jerarquía eclesiástica, medios de comunicación) es más fácil que los votantes que vienen acostumbrados del bipartidismo caigan del lado conservador de la trinchera
Por último, porque autoriza al egoísmo, a la falta de empatía, al desprecio a los perdedores y a la violencia en una sociedad que se ve como una lucha de todos contra todos donde los débiles no tienen derecho a sobrevivir. Por eso la arrogancia de sus líderes políticos, sus guiños a la irresponsabilidad, a la violencia, al militarismo, a la represión y a la guerra. Seguramente, a la vuelta de ese sueño irracional la lectura social será la contraria, pero mientras tanto, habrán logrado debilitar a la fraternidad y extender el daño.
Todas nuestras sociedades están ahora mismo tensionadas por estas dos grandes posiciones, las progresistas y conservadoras, que empujan a las «mayorías silenciosas» a un lado o a otro. Como al menos una parte de los garantes del orden están del lado siempre del conservadurismo (jueces, policías, militares, jerarquía eclesiástica, medios de comunicación) es más fácil que los votantes que vienen acostumbrados al bipartidismo caigan de ese lado conservador de la trinchera. Si se inclinan al lado progresista, precisamente por venir de ese bipartidismo, ese espacio acercará posiciones a la derecha. De manera que las actitudes que podemos llamar de izquierda no socialdemócrata -llamémoslas de populismo de izquierda, de izquierda radical o simplemente de reinvención de la izquierda –tienen menos posibilidades de sumar una mayoría electoral. Porque incluso el empeoramiento de las condiciones sociales volvería a plantear alguna suerte de gran coalición que volvería a las condiciones generales del bipartidismo. Lo que lleva a que la rearticulación de los bloques de derecha e izquierda en este momento de crisis obligue a la izquierda no socialdemócrata, si quiere gobernar, a llegar a acuerdos con la izquierda socialdemócrata. Aunque su obligación siga siendo buscar la mayoría y realizar su tarea para convencer a un mayor número de gente. La experiencia de otros países señala que aún siendo improbable es posible.
En primer lugar, fomentar las políticas públicas sociales que frenen la frustración de las clases medias y los sectores populares. Segundo, organizar y reforzar el partido-movimiento como forma de ayudar en la construcción de la nueva hegemonía. Y operar en todos los espacios posibles para construir un relato emancipador que dispute el sentido común a la derecha.
En el caso de España, ese marco de reconstrucción en tiempos de crisis señala tres grandes tareas. En primer lugar, fomentar las políticas públicas sociales que frenen la frustración de las clases medias y los sectores populares. Segundo, organizar y reforzar el partido-movimiento como forma de ayudar en la construcción de la nueva hegemonía. Y por último pero no menos importante, operar en todos los espacios posibles para construir un relato emancipador que dispute el sentido común a la derecha, cada vez más escorada hacia la extrema derecha en asuntos identitarios.
Esto se concreta en tres grandes objetivos que deben marcar el horizonte de los próximos dos años, de manera que esos seis millones de personas que votaron en algún momento a Unidas Podemos vuelvan a encontrar razones para volver a hacerlo.
Lo primero, se trata de seguir presionando dentro del gobierno de coalición para que salgan leyes y políticas sociales que frenen los efectos de la crisis económica y de las políticas de ajuste. Esto es, asuntos como luz, vivienda, educación, cuidados, dependencia, salario mínimo, pensiones, ayudas a las familias o todas aquellas políticas y leyes que frenen todas las brechas que afectan a las mujeres.
Si realmente se logra esa «cuadratura del círculo» de ser al tiempo partido y movimiento, ese espacio político podrá y deberá ser la «nave nodriza» sobre la que se articule la candidatura a la Presidencia del Gobierno de la actual Ministra del Trabajo, Yolanda Díaz.
En segundo lugar, y es la gran asignatura pendiente de la izquierda en todo el mundo, es hora de articular el partido-movimiento en todo el territorio. Si realmente se logra esa «cuadratura del círculo» de ser al tiempo partido y movimiento, ese espacio político podrá y deberá ser la «nave nodriza» sobre la que se articule la candidatura a la Presidencia del Gobierno de la actual Ministra del Trabajo, Yolanda Díaz.
La candidata Díaz viene hablando de «ensanchar el espacio» de lo que tiene que ser un proyecto de país. Es decir, en ese espacio tendrán que estar diferentes fuerzas políticas dispuestas a crear algo parecido a un Frente Amplio electoral. Evidentemente, tendrá que discutir su funcionamiento, presencia, listas y demás, tareas en modo alguno sencillas. Le corresponde a Podemos, por su presencia en el conjunto del Estado y la experiencia acumulada, ser, de manera muy generosa, el eje que ayude a vertebrar ese espacio político. De lo contrario, la fragmentación hará que el vapor social se disipe entre tanto hueco.
Igualmente, la crítica a los partidos -por lo común muy merecida-, no debe dejar paso a «soluciones» tipo listas Macron o, como ocurrió en la alcaldía madrileña en el segundo embate de Manuela Carmena (y que ella misma entendió posteriormente como un error), a la sustitución de los partidos por espacios políticos trabados solamente por el carisma y la fuerza política de quien los representa. Las soluciones personalistas son menos virtuosa que las posibilidades que brinda gobernar con un Frente Amplio donde existan partidos-movimiento fuertes que realmente sean eficientes en sus tareas institucionales y en sus tareas movimentistas. Y por supuesto, que vuelva a reconstruir la plurinacionalidad que nació del 15M y que permitió pensar en un nuevo bloque de poder en España.
La izquierda amplia tiene que establecer una estrategia clara en forma de Think Tank, de tanque de pensamiento que tenga cuatro claros objetivos: de diagnóstico, de formación, de consultoría política y mediático.
Para articular el partido movimiento, también hay que dar respuesta a algunas preguntas que no se han respondido. Cuando la izquierda llega al Gobierno suele ser por méritos propios, pero también por una coyuntura social que la impulsa. Una vez en el gobierno encontramos grandes problemas que dificultan los siguientes resultados electorales. Sin querer agotarlos, podemos señalar los siguientes cuellos de botella respecto de los cuales la izquierda suele, cuando menos, demostrar una presbicia ideológica acentuada: la desconexión con lo que está pasando en las calles; la «cartelización» del partido al operar en el ámbito estatal (parlamento, municipios, gobierno, medios de comunicación, financiación…); la falta de comunicación interna con la militancia, motivada, entre otras cosas, por la falta de tiempo que ocupa la ingente tarea institucional (y que a su vez alimenta las tensiones en las diferentes familias que hay en cualquier formación); la ley de hierro de la oligarquía que se produce en todo grupo (donde es esencial la cantidad de información que se maneja y que aleja a los «informados» de los «desinformados») y que alimenta la «soledad del poder»; la urgencia institucional y mediática que impide la deliberación y verticaliza al partido; las tensiones internas por asuntos en donde hay conflicto (feminismos, ecologismo, miradas territoriales…); la necesidad de dirigirse a otros sectores que enfada a los propios; la primacía de lo urgente sobre lo importante y la consiguiente mayor atención a los lobbies y la menor a los movimientos sociales por la diferente «eficacia» de unos y otros; las dificultades para captar cuadros cuando la no profesionalización de la política genera un desentendimiento del futuro de la gente que ha desempeñado tareas institucionales… ¿Puede la idea de partido-movimiento solventar estos desafíos? ¿En qué dirección?
Por último, hay que establecer una estrategia clara en forma de Think Tank, de tanque de pensamiento que tenga cuatro claros objetivos: de diagnóstico, de formación, de consultoría política y mediático. Este último es urgente, porque la crisis ha endurecido el control ideológico de los medios. Lo hemos visto con Ciudadanos y después, cuando el partido naranja no les resultaba útil, con la ultraderecha de VOX.
Decía Jürgen Habermas que comparar al comunismo y al fascismo es una estupidez, porque así como hay siempre intentos de construir un socialismo con rostro humano, nunca nadie ha planteado un fascismo con rostro humano.
Hace falta llevar el mensaje a televisiones, radios, periódicos, redes sociales, universidades, encuentros, etc. De manera que se haga presión en un relato emancipador que venza en la guerra cultural que tiene abierta la derecha y, sobre todo, la extrema derecha. Especialmente en su lucha contra las mujeres y el feminismo, contra los ecologistas con el discurso negacionista, contra los inmigrantes, al tiempo que defienden las guerras, contra la izquierda y el abuso del fantasma de Venezuela y Cuba, y en su intento de hacer de los jóvenes nihilistas nacionalistas consumistas que hagan del odio a las alternativas de izquierda, a las mujeres y a los inmigrantes su identidad política. Igualmente con su discurso libertanario de apoyo directo o indirecto a los ricos y a los sectores más acomodados de la sociedad.
Decía Jürgen Habermas que comparar al comunismo y al fascismo es una estupidez, porque así como hay siempre intentos de construir un socialismo con rostro humano, nunca nadie ha planteado un fascismo con rostro humano. El fascismo es un «nosotros» excluyente que necesita enemigos, mientras que el socialismo reclama una sociedad diferente donde no haya víctimas ni tampoco verdugos. En el objetivo teórico del fascismo –o de sus acompañantes históricos-, no hay fin de la historia, pues ni la paz ni la concordia ni la fraternidad ni la igualdad son metas a alcanzar. En el socialismo, si bien con cierta ingenuidad, hay un «fin de la historia» vinculado al fin de las clases sociales, a lo que con el tiempo hemos añadido el fin del patriarcado, el fin del colonialismo y el de cualquier diferencia que genere subalternidad. Hoy sabemos que el socialismo, o es «democracia sin fin», como dice Boaventura de Sousa Santos, o no es.
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