De cuando fui profesor de la Policía

Hace un año terminaba de darle clases a varios grupos de patrulleros de la Policía Nacional que querían ascender a subintendentes. Fue una experiencia compleja, aprendí demasiado. Yo tenía prejuicios. Ellos tenían prejuicios sobre mí; el profesor más joven que ellos, de universidad pública y bien marica.

Recuerdo especialmente a varios estudiantes, alzaban la voz, interrumpían, eran groseros, se sentían la ley; no toleraban sentir que no tenían el poder absoluto en el salón. Sin embargo, al final del día, eran una minoría. Como lo son esos otros policías que han abusado de la fuerza en Bogotá y otras ciudades.

¿Saben cuáles eran la mayoría?

La mayoría eran los que empataban su turno de trabajo con mis clases para poder aprender. Llegaban cansados, luego de largas jornadas en la calle, pero querían estudiar, ascender y trabajar por sus comunidades.

Recuerdo un grupo, especialmente, me invitaban a desayunar y me contaban sus historias. Se sentían defraudados de los compañeros que abusaban de la fuerza, que dañaban la imagen de una institución con miles de personas que sólo quieren un mejor país. Cuando abordamos temas de Derechos Humanos y procedimientos policiales, se les notaba el interés por querer hacer mejor su trabajo.

Algunos eran de la banda de la policía. Creían que con la música podían llevar un mensaje de convivencia, que generara confianza en la institución. Para ellos la música es símbolo de reconciliación y con ella querían ayudar a las poblaciones más afectadas por la violencia.

Yo fui el profesor de un grupo que cuando discutimos sobre patrulleras trans defendieron mayoritariamente sus derechos. Era claro que no conocían mucho del tema, pero se arriesgaban a preguntar.

Yo fui el profesor del patrullero que me decía que temía por su vida, por sólo hacer su trabajo. “¿Usted sabe que es estar en una cárcel incendiándose? Así se sentía caminar en la calle».

Yo fui el profesor del policía que prefería acercarse a la comunidad, conocerla y ser su amigo.

A mi me indigna, en el alma, lo sucedido con el abogado asesinado en Bogotá. Es un abuso de la fuerza y los funcionarios deben ser condenados. Pero, al igual que algunos de mis estudiantes, son una minoría en una inmensa institución.

¿Qué hacer entonces? Lo primero es no dejarnos llevar por la marea de indignación que le abre la puerta a populismos e intereses electorales. La sabiduría está en tener mesura cuando la tormenta llega.

No creo en la trillada frase de “todos los policías son bastardos». Humanicen al “tombo». Al final del día tienen que llegar a su casa y al igual que a nosotros alguien los espera. Son el hijo, el padre, la madre de alguien. De forma que, hay que reformar nuestras instituciones, sí. Hay que cambiar la cultura de la violencia, sí. Pero para eso no hay que replicar estigmas.

Es necesario criticar la institución sin cuestionar la institucionalidad, ni allanar el camino para la hecatombe de nuestro sistema democrático. Destruir nuestras ciudades no reformará la policía.

¿El camino? En lo coyuntural la policía debe pedir perdón, separar los funcionarios que han errado y juzgarlos. De forma estructural es necesario reformar la institución, darle un verdadero carácter civil, diferenciarla de la formación castrense y enfatizando la formación en una cultura de los derechos humanos.

Revisar la formación policial, la gestión de la protesta social y la política de seguridad. Lo podemos hacer, sin creer que todos los policías son malos, pues no lo son. Como mis estudiantes, son más los policías que creen en un mejor país. Yo creo en ellos.

 

Juan Camilo Parra Restrepo

Politólogo, Especialista en Cultura Política y Magíster en Comunicaciones. Demócrata. Preguntón. Runner.

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