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La semana pasada la Defensoría del Pueblo confirmó la muerte de seis menores de edad en un bombardeo militar en Guaviare, cifra que Medicina Legal elevó después a siete tras los análisis forenses. No son datos secundarios, son muertes que obligan a revisar cómo se están ejecutando las operaciones militares y cómo estamos protegiendo la infancia en medio del conflicto.
El capítulo “No es un mal menor. Niñas, niños y adolescentes en el conflicto armado” del Informe Final de la Comisión de la Verdad muestra una realidad difícil. La niñez y la adolescencia han sido de los sectores más afectados y menos protegidos durante el conflicto colombiano. Reclutamientos, violencia sexual, desplazamientos, homicidios y la destrucción de entornos escolares y comunitarios forman parte de un daño profundo y sostenido. La guerra se instaló en la vida de estos menores mucho antes de que pudieran comprenderla o defenderse.
El Derecho Internacional Humanitario ofrece un marco claro para entender la dimensión de lo ocurrido. El principio de distinción obliga a todos los actores armados, legales e ilegales, a separar objetivos militares de población civil. Los menores de edad conservan su condición de civiles incluso cuando han sido reclutados ilegalmente. El Estado, en ese contexto, tiene la obligación de protegerlos y no de ponerlos en un mayor riesgo.
A esto se suma el principio de precaución, que ordena tomar todas las medidas posibles para evitar daños a civiles durante las operaciones militares. Cuando existe evidencia, o incluso una posibilidad razonable, de presencia de menores, una operación de bombardeo debe replantearse o suspenderse. Este estándar es alto porque la vida de un niño lo exige sin excepciones.
Los grupos armados ilegales son responsables del reclutamiento y la instrumentalización de menores. Ese hecho, sin embargo, no elimina la obligación del Estado de protegerlos. El reclutamiento es un crimen y no convierte a los menores afectados en objetivos legítimos y sus muertes no son daños colaterales.
El informe No es un mal menor agrega una conclusión inquietante: durante años, la infancia fue tratada como un recurso disponible dentro de la lógica del conflicto. La expresión “material de guerra” no es una metáfora. Describe la manera en que se anuló la dignidad y la agencia de niñas, niños y adolescentes, llevándolos a posiciones que no escogieron ni estaban preparados para asumir.
Esta situación supera las fronteras colombianas. Niños separados de sus padres en procesos migratorios en Estados Unidos, menores muertos en Gaza y adolescentes que crecen entre refugios en Ucrania muestran que la infancia sigue quedando atrapada entre decisiones políticas, intereses armados y lógicas de seguridad que no la reconocen como un límite absoluto.
Colombia tiene obligaciones éticas, políticas y jurídicas que no pueden seguir postergándose. Prevenir el reclutamiento, revisar con rigor los protocolos operacionales, asegurar una presencia estatal real en los territorios donde la niñez es más vulnerable y exigir que ningún actor armado, legal o ilegal, vuelva a poner en riesgo la vida de un menor es un punto de partida mínimo, no un horizonte lejano.
Cada niño reclutado o muerto en el conflicto es una señal de que algo está fallando en nuestra sociedad. Si no asumimos esta responsabilidad de manera conjunta, seguiremos repitiendo una historia de dolor que nos roba la esperanza de una país en paz que deberíamos estar construyendo para ellos.














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