Lo he dicho varias veces y lo reitero. No lo veníamos haciendo mal. En el 1999, en Colombia la mitad de los habitantes eran pobres y un 22% estaba en la pobreza absoluta. Después de que el DANE reajustara su metodología de medición hacia arriba, en el 2019 cerramos con un 35,7% de pobres. Pero los confinamientos y otras medidas restrictivas de la libertad para intentar atajar la tasa reproductiva de contagio del Covid19 nos llevaron a la peor crisis económica de nuestra historia.
Dicho esto, nuestro desempeño ha sido mediocre. Para tener una idea, en el 2019 China creció al 6,1% y fue su peor año en tres décadas. Acá cuando crecemos al cuatro hacemos fiesta. Por un lado, nos hemos vuelto complacientes con tasas de crecimiento muy regulares. Urge un cambio cultural que nos permita entender que no solo es deseable sino indispensable crecer mucho más si queremos superar la pobreza y que todo nuestro empeño debe ponerse en esa tarea. Por el otro, hay unos cuellos de botella estructurales que nos impiden ser productivos y crecer mejor. Superarlos requiere un esfuerzo aún mayor.
El primero de ellos es la complejidad del sistema tributario y la excesiva carga fiscal. Para este año es del 62,5%, es decir, el Estado se queda con sesenta pesos y cincuenta centavos de cada cien de ganancias de quienes tributan. Con la reforma tributaria que se propone, esa carga subirá para las empresas al 65,5%. Esas tasas son excesivamente altas (el promedio mundial es del 40,4%). Las consecuencia son una altísima evasión, cercana al 32%, un desestímulo a la inversión, la pérdida de competitividad internacional y un incentivo perverso para la informalidad. Hay que simplificar el sistema, disminuir la carga, ampliar la base de tributación, eliminar tantas exenciones como sea posible.
El costo y la inflexibilidad del régimen laboral es el otro. Hoy un trabajador vale para su empleador 1,52 veces su salario mensual. Y en lugar de disminuir aumentan permanentemente los gastos laborales adicionales directos (como la estabilidad laboral reforzada, la disminución de la jornada laboral o el aumento del tiempo de la licencia de paternidad) e indirectos (trámites a cargo del empleador). Acá, de nuevo, perdemos competitividad y estimulamos la informalidad.
La inseguridad, física y jurídica, es el tercero. Producimos más cocaína que nunca y la tasa de asesinatos es más alta que en el 2015, antes de la firma del pacto con las Farc. O le quebramos el espinazo al narco o no saldremos nunca del conflicto armado y de esta espiral de violencia homicida. Y operar en los territorios se ha vuelto entre muy difícil e imposible por cuenta de las protestas, los bloqueos y la violencia. Sin autoridad, orden y seguridad no hay sociedad posible. Hay que recuperar la voluntad de someter a los violentos, reconstruir la cooperación de la ciudadanía con la Fuerza Pública, fortalecer la superioridad aérea y los aparatos y operaciones de inteligencia y contra inteligencia, reformular la estrategia contra el narcotráfico, sancionar efectivamente los bloqueos. Para disminuir la incertidumbre jurídica hay que atacar la inflación normativa y desregularizar cuando sea posible, continuar la tarea de eliminar y simplificar trámites, y emprender la hoy improbable pero urgente reforma profunda a la administración de justicia. Y hay que tener mucho cuidado con los riesgos jurídicos que se asoman con la utilización de la JEP como instrumento de venganza.
Cuarto, la pésima calidad de la educación y su no pertinencia. Que es malísima lo demuestran los resultados tanto de las pruebas Saber nacionales como Pisa internacionales. La ausencia de mano de obra calificada, de bilingüismo, de competencias básicas y digitales, hace improductivo el oficio y casi imposible la construcción de capital social. Hay que concentrarse en cerrar las brechas de cobertura de cero a cinco años y en el sector rural, disminuir la deserción escolar, impulsar a fondo las técnicas y tecnológicas y estimular los estudios en carreras que sí se necesitan, fundamentalmente en ciencias naturales y de la salud, matemáticas e ingenierías, veterinaria y agronomía. Hay que reformar estructuralmente el Sena y hacer alianzas con los empresarios, terminar con el monopolio de Fecode, establecer sistemas de evaluación amarrados a los resultados de los estudiantes y estimular a las empresas para que formen al personal que van a enganchar.
La insuficiente infraestructura es la quinta. Aunque hemos progresado mucho en carreteras, están pendientes el puerto en Urabá, la ampliación de Buenaventura o apostarle a Tumaco, resolver definitivamente el problema de sedimentación del Dique, un nuevo aeropuerto en Cartagena, la tercera pista de El Dorado y, la gran tarea aplazada, la construcción de una gran red ferroviaria nacional que integre el país del Vichada al Pacífico y de Ipiales a Santa Marta, con ramales al Urabá y el Catatumbo. La apuesta por la infraestructura no solo resuelve necesidades urgentes y genera un uso intensivo de mano de obra sino que es el camino indispensable para profundizar la descentralización en un país naturalmente de regiones y, al mismo tiempo, integrarlo.
Todo apunta a que este año cerrará muy bien, no solo por el rebote natural de la economía postcrisis sino por los aumentos sustantivos de precios de nuestras principales materias primas (petróleo, carbón, café), de las remesas (podrían llegar a los US$8.000 millones), y del gasto de los hogares. En julio se vendieron 70.655 motos, más que nunca. No es un dato accidental. Las motos son en muchos casos la primera propiedad de los colombianos. Para eso, para construir un país donde todos seamos propietarios, es indispensable hacer de la superación de la pobreza la meta de cada uno de nosotros. Y ello no será posible sin superar los cuellos de botella de productividad señalados y generar empleo, mucho empleo.
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