Quisiera entender mejor qué pasa, simplemente asumo mis decisiones.
Martes, casi es mediodía, escribo en mi diario sobre sentimientos que exhortan circunstancias ausentes junto a seres que eligen no estar, pero me importan. Marcar el calendario, otro día para declarar que existo para mí misma y lo que ello podría aportar; una reunión sobre el inicio jurídico de un emprendimiento que si bien espera hace unos años en ensayos tras bambalinas, es de las pocas labores que confortan mi estar en el sistema. No quiero categorizar como depresión a mi inconformismo con la forma de usufructuar los cuerpos y deshumanizarlos para la producción.
Terminados ya mis minutos de meditación luego de digerir un desayuno saludable, disfruto brevemente del percibir un clima cálido y despejado, aplico un poco de bloqueador contra rayos ultravioleta y me animo a salir; es momento de correr escuchando un audiolibro, sin reparar en el hecho totalizador de aparente rendimiento económico, una aplicación me da centavos por cada paso que dé en el día.
Justo hoy, el tema es derechos humanos. Llevo semanas soñando repetidamente con un rostro con el que terminaré por conversar cada concepto que a través de mis oídos se instale en mi mente, he memorizado el color de su voz más que los motivos justificados que sugieren alejarme por salud de tal recuerdo. Lanzada a la calle sola, poco temo y no hay vergüenza de llorar, enamorarme de un fantasma es mi secreto, del que solo hablo con mi psicólogo y en correos spam. El tráfico de una ciudad que no es diseñada para peatones enfocará mejor mi búsqueda.
El esfuerzo físico que empeño en cada kilómetro, distrae las expectativas limitantes de quienes saben mi nombre. Cómo describir las emociones que se impregnan en mi piel con el aroma de las flores, el viento de los senderos trazados sobre la montaña, que, a través de mi tono dorado por el sol, se encuentran con mi sangre ardiente de palabras privadas de escucharse, ansiosas por hacerse poema antes de calcinar mi pecho o transformarse en esquizofrenia. Contemplo paisajes en los que me hago verbo de un verso escrito en las paredes de un baño público, sobre el que se vierten miradas desconocidas, a las que apenas me hago legible en el afán. Ritual deportivo que desdibuja los riesgos que asumo para iniciarme en él.
Respiraciones guiadas, necesito concentrarme, musas recitan en mi mente y con el cántico encienden una hoguera para brujas, soy hereje de vocación. El único elemento en el que puedo versar mis impulsos antes de que me ahoguen, es mi celular. Liberarme plasmando la sugestión de mi cerebro sin otro que comparta el peso que me compone, para recibir conmigo esa carga propia de ser arrojada a la nada. Un otro que se hace cierto en la realidad y me asalta dentro de una carretera vigilada, con un arma blanca apuntando en dirección a mi abdomen, pide el artefacto sobre el que se balancea mi cordura como en una cuerda floja; grito, grito mucho, alguien podría escucharme, me resisto a dejarme robar. Corro con las piernas temblando, es verdad que estaba desolada.
A lo lejos, un ciclista oye mi desespero, en el horror impávido del ruido desgarrado que se expulsa desde mi estómago, toma otra ruta antes de ver lo que pasaba. Una mujer gira en la misma dirección que el ciclista, va caminando y habla por teléfono, logro acercarme, observa mis ojos hinchados, mi mirada confusa y los nervios que mojan mi ropa más que el sudor del deporte, y me pregunta – ¿Qué pasa? – un tipo salió entre los arbustos y quiso robarme, respondo – ¿La sigue? – no creo, añado, y ella cuelga la llamada en la que estaba, sin antes decir – hija, trataron de robar a una muchacha, ahora camina conmigo. Hace otra llamada, logro escuchar que espera a alguien para que la recoja, ese alguien llega efectivamente y pregunta por la historia, los hechos protagonizados por mi voz profunda, se ofrece entonces a transportarme en su moto a un lugar seguro que sería ya una ruta distinta a la que habitualmente recorro, pero no importa, yo solo quería no ver la cara de quién trató de agredirme.
Es momento de tomar los senderos de la canalización del barrio laureles, o seguir la vía pública congestionada por los carros, la sombra de los árboles hace fácil la decisión. Las ramas prominentes y acentuadas sobre los bonitos pasadizos de madera, el recuerdo vivo de la cara del hombre pretendiendo delinquir a medio día, quizá para comer, el deseo desbordado por alguien a quien no debo buscar plasmándose poema en mi equipo salvado, la necesidad imperante de escribir hasta querer quererme, la gorra; un golpe. Un golpe imprevisto e impactado con velocidad, caigo a mi rodilla, reactiva acaricio el suelo, pero no del todo. Pude pensar, pensar en la realidad y las formas intempestivas de volver a ella. Sentarme en una acera al otro lado de la calle, algo que se hincha en mi frente duele, mis rodillas están sucias.
Pronto, un hombre nota mi extraño reposo en medio de una cuadra que no es la mía, se acerca a preguntarme si estoy bien, mientras hago masajes en mi cabeza. Sí, lo estoy, retomo fuerzas de un tropiezo, sugerí en otras palabras. Me ofrece agua amablemente y dice que el golpe de la cabeza se nota un poco, atentamente trae también cubos de hielo. Pregunta si estoy lejos de casa, si puedo llamar a alguien que venga por mí, si alguna persona puede saber lo que me había pasado para que pase a recogerme. Cada pregunta tiene más filo que el arma blanca, que, usó otro hombre minutos antes, pretendiendo intimidarme para acceder a algo mío, pero no tanto.
En medio de la conversación, que sostuve cortésmente a partir de respuestas evasivas (a rostros de aquél barrio volviendo a mi cabeza), se acerca otro hombre que hubiera podido contemplar la estúpida escena de mi caída, pero él también miraba el celular, así que preguntó qué fue lo que me pasó, que notó mi presencia pero no sintió el golpe; para suerte de mi fortuna, les conté mejor esa historia mucho más divertida que las respuestas a las preguntas del primero. Finalmente, éste último, sacó 20K COP (dinero) y me dijo que tomara un taxi a mi casa, lavara mis rodillas raspadas y pusiera más hielo en mi cabeza; le dije que en realidad mi barrio quedaba a lado, que no me molestaba caminar (pasada la 1 de la tarde con el sol de Medellín), insistió a mis ingenuas excusas y extendió su mano puntualizando: “hoy por ti, mañana por mí”.
Ya en el taxi, suena mi celular, la dueña arrendadora de mi lugar de habitación llama para notificarme que puedo pasar por el almuerzo, que todo está preparado para mí en su casa, en la que yo no vivo…
Agradecí, ya no con palabras previo a colgar el teléfono o tímidamente al despedirme de desconocidos y su generosidad, sino al amor de la divinidad que une; sonreí serenamente, quizá a la vista humana de un retrovisor, pero seguro a la presencia omnipotente de Dios con nosotros, pensé, y tomé mi celular para escribir de camino la historia de un martes, que, como cualquier otro día, está lleno de bendiciones manifiestas en acciones sutiles.
Nota de la Autora: Al finalizar los días, recuerdo siempre que no estoy sola, y que cada letra, sílaba, palabra, frase, prosa, texto que puedo escribir, es evidencia de ello. Alguien nos dio una palmada al nacer y fue su ayuda para que respiráramos, desde entonces el mundo “confabula” para darnos una y mil manos. La confianza salvará el mundo (:
Posdata: Así iba el poema hasta que un hombre dijo “perra, el celular”…
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