Al momento de escribir esta columna, se sabe que alrededor del mundo el COVID-19 ha contagiado a 25.3 millones de personas y provocado la muerte de 850 mil. Después de ocho meses de convivir con el coronavirus y, para frenar la propagación del virus y enfrentar mejor la pandemia, transitar de una obligada, larga y agobiante cuarentena planetaria (a la que le pusieron diferentes nombres según la intensidad) a una fase de mayor libertad, a una etapa más cercana a la “normalidad”, es necesario hacer un balance acerca de los efectos de la enfermedad sobre lo que algunos llaman “el sistema», asunto ampliamente discutido por todos y en todas partes.
Las decisiones dictadas por la ciencia, ordenadas por los Estados y sugeridas por organismos internacionales para vencer al COVID-19 provocaron la reflexión de pensadores de todos los rincones del saber humano: científicos, médicos, biólogos, matemáticos, agricultores, expertos en tecnologías de la información y logística, ingenieros y, desde luego, científicos sociales, como economistas, filósofos y políticos (que no solo actúan: también cavilan). Byung-Chul Han, Yuval Noah Harari, Martha Nussbaum, Steven Pinker, Joseph Stiglitz, Mario Vargas Llosa, Moisés Wasserman y Slavoj Žižek, por ejemplo, se pronunciaron y siguen invitándonos a meditar.
Pero el debate no fue sólo de elites, fue del pueblo. Son incontables los foros virtuales organizados por Universidades, ONGs, centros de pensamiento y simples amigos para debatir sobre la peste y las acciones decididas por las autoridades públicas para combatirla. Y, a juzgar por la cantidad de memes que circulan en internet, las ocurrencias por cuenta del coronavirus no tienen límites. Toda la sociedad, sin duda, está involucrada dialécticamente, y para comprobarlo solo bastan Google y aceptar que es un inevitable tema de conversación familiar que puede ascender a la discusión apasionada.
Pues bien, el bicho no solo cambiaría nuestra cotidianidad sino también, han argüido algunos refiriéndose al sistema, alteraría para siempre la estructura social, revelaría las limitaciones de nuestra civilización e incluso podría provocar una nueva era de comunismo. Pero los hechos y el deseo dicen otra cosa.
Los hechos. Ellos afirman que las instituciones de La Ilustración, como la economía de mercado y la democracia liberal, aunque perfectibles, saldrán renovados y probarán que son los mejores mecanismos para sortear este reto inédito.
Primero, este desafío sin precedentes demostró que hay más razones para confiar en el capitalismo que en el socialismo o comunismo. La enfermedad y las cifras más dramáticas son comunes a países con modelos económicos y sistemas de salud muy diversos. La pandemia global ha tratado con justicia a naciones estatistas y naciones que creen en la iniciativa privada y hemos comprendido que el dilema entre la salud y la vida, por un lado, y la economía, por otro, es falaz: la gente puede morir por COVID-19 pero también de hambre y, por ejemplo en Colombia, el sistema de salud se financia, aparte del aporte estatal, con recursos de empleadores y trabajadores.
La enfermedad no ha distinguido entre los Estados Unidos, una democracia liberal que privilegia el mercado y cuyo sistema de salud se basa en el aseguramiento privado; la China, el país formalmente comunista con un gobierno omnipresente en el que nació la enfermedad; Europa occidental, una de las regiones de La Tierra más afectada en términos relativos, cuyos sistemas de salud son fundamentalmente públicos (el resto del mundo se debate entre estos modelos, incluida Colombia, donde se disputa la Ley 100). Y la humanidad, tanto producto de la iniciativa privada como de la acción del Estado, ya hace ensayos clínicos en humanos con 36 vacunas, mientras que prueba preclínicamente otras 90 en animales, según el Coronavirus Vaccine Tracker del New York Times.
Segundo, las medidas gubernamentales terminaron basándose en la responsabilidad individual. La libertad, después de la vida -su presupuesto fáctico-, es el derecho más valioso y la esencia de La Modernidad.
Aunque la mayoría de los Gobiernos recurrieron a los estados de emergencia y al uso de la fuerza para tomar e implementar con rapidez decisiones que usualmente requieren largos debates, y para restringir la movilidad a fin de contener la expansión del COVID-19, ellos no han creado un peligro real para la democracia: los tratados e instrumentos internacionales de derechos humanos los autorizan y estos poderes transitorios han sido controlados, salvo contadas excepciones, por los parlamentos, los jueces, la prensa, la autodenominada sociedad civil y una ciudadanía plural que, aunque encerrada, es activa. Sin perder de vista las “contadas excepciones” y que siempre existen riesgos para la democracia, es justo reconocer que los gobiernos han sido escrutados -incluso mediante teorías conspira uvas- y que son mejores las sociedades abiertas que las que sucumben a la tentación totalitaria.
El deseo. No soy médico, pero en entrevista a BluRadio le escuché decir al doctor Jorge Eslava Cobos, neurólogo de niños que preside el Instituto Colombiano de Neurociencias, que habíamos llegado al “pánico irracional”. Es momento de sustituir ese temor por el optimismo: Thomas Mann, Gabriel García Márquez y Albert Camus nos contaron que, a pesar de la muerte en Venecia, Venecia siguió firme; a pesar del cólera, hubo amor; y, a pesar de la peste, “los hombres eran siempre los mismos”. Y hay razones para confiar en el hombre y la mujer.
Si. Tenemos que aprender a convivir con el virus que nos esta azotando. No podemos actuar como el avestruz.