Aquel 29 de Junio de 1996 la población del corregimiento Altavista fue víctima del terrorismo de Estado y de un modelo de seguridad que sin distinción ve y trata al pueblo como el “Enemigo interno”; una doctrina que sigue orientando el carácter propio del Estado y por supuesto de su aparato militar y paramilitar; el asesinato sistemático de líderes y defensores de DDHH, de reclamantes de tierras, de excombatientes, campesinos, indígenas, estudiantes, las ejecuciones extrajudiciales y un largo etcétera demuestran de manera contundente que el Estado ejerce la violencia en todas sus formas para adoctrinar al grueso de la población, para favorecer unos intereses de clase y garantizar la permanencia de un modelo de sociedad estructurada en el miedo y la obediencia, características de los regímenes dictatoriales.
La de Altavista fue la primera incursión paramilitar en Medellín a gran escala, 16 jóvenes acribillados y tres más heridos fue el saldo de una trágica noche que aún pervive en la memoria de quienes habitan este rincón de la ciudad, donde se hizo costumbre la violencia en un territorio en permanente disputa, valga decir que el corregimiento Altavista ha sido considerado un territorio estratégico, todo un “botín de guerra” para grupos armados, pues se trata de un corredor geográfico que al estar en el sur occidente de la ciudad, permite interconectar (Por caminos de herradura) otros lugares de gran importancia económica, el occidente de Antioquia, puerta para acceder al Urabá antioqueño, al golfo de Urabá, al Mar Caribe.
Este hecho victimizante, por el cual la Corte Interamericana de Derechos Humanos CIDH condenó al Estado colombiano, se debe leer como un “positivo” de la guerra contrainsurgente implementada por el Estado, donde el foco militar fue la población civil, más aun, menores de edad ¡niños¡ como los asesinados por agentes del Estado en el barrio Villatina en noviembre de 1992.
En una entrevista realizada a alias “doble cero”, comandante del extinto bloque metro en Medellín, una de las tantas estructuras paramilitares, manifestó:
[La guerrilla] controlaba sus grupos poblacionales por medio de ciertas personas que estaban infiltradas dentro de la población civil, los milicianos, encargados de mantener el terror dentro de la población civil. (…) La estrategia inicial era ubicar por medio de inteligencia a los milicianos, darlos de baja, romper ese círculo de terror, quitarles el apoyo de la población civil y luego entrar a combatir al grupo armado. Esa estrategia incluía dar de baja a los milicianos y había varias formas: caerles hasta bien adentro y darlos de baja, o eliminarlos, pues, cuando dieran la oportunidad. (…)En algún momento del conflicto hay que hacer contraterrorismo (…) enfocado hacia la mente de las personas, en la medida que está llena hasta aquí de terror de la guerrilla. Eso no es una cosa casual, eso es algo premeditado, está dentro de la estrategia de la guerra, de que hay que entrar duro para impactar de alguna forma. Es que realmente lo que estas guerras buscan, lo que define esta guerra, es cómo ganarse la población civil y a la población civil definitivamente se la gana con una estrategia del bueno y del malo, de zanahoria y garrote. Hay que mostrarle el garrote y después hay que mostrarle la zanahoria. ¿Cierto? Porque si uno llega compartiendo dulces al campesino le da más miedo el otro, o sea, entre el fusil de un guerrillero y un dulce, el campesino va por el fusil. Entonces, inicialmente, hay que mostrarle otro fusil[1].
Se trataba pues de una “lección” orientada a instalar el miedo en los habitantes, y no tanto a confrontar militarmente y de manera directa al antagónico en armas, o como lo plantea la misma doctrina de seguridad nacional “Quitarle el agua al pez, eliminando sistemáticamente a la población también se elimina al enemigo” con el miedo y el terror se instala posteriormente la obediencia, y una suerte de “aceptación” social por el cruel destino, “que le vamos hacer mijo, son las cosas de la vida” le escuché a una líder comunitaria.
Precisamente esa lógica estructurante en la mentalidad de la población condenada a la violencia podría explicar asuntos que en tiempos de re-significación de la memoria y la resistencia comunitaria resultan pertinentes para ahondar en el análisis acerca de los dispositivos utilizados por la clase en el poder o por los grupos armados,
¿Qué transformaciones en la subjetividad de la población del corregimiento se generaron tras la masacre del 29 de junio?
¿Impactó esta masacre las dinámicas de organización comunitaria?
¿Limitó el accionar de las organizaciones comunitarias, sus reivindicaciones, discursos, prácticas, relacionamientos?
Estos interrogantes a priori no tienen una respuesta objetiva y consensuada, no obstante es algo sugestivo que la de Altavista no haya generado los niveles de indignación y movilización que otras masacres si generaron en Colombia en el marco del conflicto social y armado. En este mismo orden de ideas es curioso que colectivos de Derechos Humanos de la ciudad o el país no se hayan apropiado de este hecho victimizante. ¿Miedo, olvido, omisión?
Lo cierto del caso es que la masacre de aquel 29 de junio fue el laboratorio del proyecto paramilitar en Medellín, tras ocupar territorios y silenciar el tejido comunitario, los guerreros “triunfantes” con sus métodos terroríficos de persuasión se instalaron para mediar en la convivencia, para crear una sociedad adormecida, pasiva, a veces anti democrática, esa que justifica la mal llamada limpieza social o el odio hacia lo diferente, xenófoba, homófoba. Fatal experimento para la población, para el ejercicio de la ciudadanía, pero funcional para quienes hoy reivindican la política desde la seguridad, la vigilancia y el control social, tres variables ineludibles si se quiere comprender la Medellín de las últimas dos décadas, donde el “garrote y la zanahoria” emergen como política de Estado y el miedo como estrategia para lo que la teoría política denomina la buena gobernanza.
[1] Tomado de: Medellín Memoria de una guerra urbana. Centro Nacional de Memoria Histórica, 2017, página 147
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