(Recuerdo de uno de los futbolistas más artísticos e impredecibles del mundo)
A la pelota nunca le pegó. La acariciaba, como a una mujer. Por eso, no se la podían sacar, aunque los represivos marcadores que lo enfrentaban le tiraran hachazos. “Ella nunca se quería ir de mi lado”, o, mejor dicho, no se quería despegar de su pierna derecha, la de Oreste Omar Corbatta Fernández (1936-1991), el que, según muchos, incluido Pelé, fue el mejor puntero derecho de la historia del fútbol, bueno, y como se sabe, ya no hay punteros a la vieja usanza.
Sí, Corbatta, el Loco, el dueño de la raya, el que, ya en declive, jugó en el Deportivo Independiente Medellín (1965-1969) y aun así mostró su magia no apta para escépticos. Era un creador de lo insólito, un espécimen extraño que fuera de las canchas era tímido y frágil, pero, adentro, demostraba sus picardías, como las de El Vagabundo de Charles Chaplin. Jugó en el Racing, en el Boca, en el DIM, en el San Telmo y, claro, en la selección de Argentina. Era menudo y de caminar eléctrico.
Llegó al Racing, procedente de Chascomús, con 19 años de edad, en alpargates, una camisa a cuadros y un aire de fenómeno. No llevaba maleta; sólo lo que tenía puesto. Y desde entonces comenzaron a llamarlo el Loco, por sus diabluras en la grama, por sus gambetas y ese modo de hacer ver fácil lo complejo. Un día, en un partido contra Chacarita, tomó un balón en mitad de cancha e inició un carrerón hacia su propio arco. Los compañeros le gritaban, azorados, pero él continuó, como si nada. De pronto, lo rodearon dos contrarios: Restivo, de un lado, y Mario Rodríguez, del otro. El arquero salió hasta el borde de las 18 a pedirle el balón. Corbatta lo vio y frenó en seco, giró y arrancó hacia el arco contrario. Los dos rivales se tragaron el frenazo y las carcajadas de toda la hinchada de Racing.
Le gustaba a Corbatta arrancar de atrás, tener contacto con el balón, para no aburrirse. Se pegaba la pelota a los pies. En 1956, en un partido amistoso entre Argentina y Uruguay, en Montevideo, comenzó a hacer malabares y se daba tremendo banquete con el duro Pepe Sasía, al que paseaba como a un bebé. Otro uruguayo, para bajarle el atrevimiento, le propinó un patadón y lo dejó retorciéndose en el gramado. Entonces, con la apariencia de darle consuelo, se acercó Sasía y le pegó un puñetazo en la boca. Desde aquel día, a la sonrisa de Corbatta le quedaron faltando dos dientes.
Con esa manera de jugar, Corbatta fue creciendo como ídolo de multitudes, pero también en los desboques. Eran famosas sus farras, que lo hacían llegar borracho a los partidos (“borracho, con la melena revuelta, la magia floja y suelta…”). Con 1.65 de estatura y 62 kilos de peso, el puntero derecho era una sensación, por sus cabriolas, por su precisión en el disparo, por sus chanfles endemoniados y, también, por el cobro de penaltis.
“Nunca me ponía de frente a la pelota, siempre de costado. Le pegaba con la cara interna del pie derecho y en el medio, con un golpe seco. Además, agachaba la cabeza para que el arquero no adivinara dónde iba a tirar y en cambio yo veía todo lo que él hacía. En cuanto se movía era hombre muerto…”, declaró Corbatta una vez a la revista El Gráfico, para explicar el éxito de sus penaltis. A veces, con su talento para patear, la bola entraba suave, dando vueltas sobre sí misma, endemoniada. El arquero se había tirado al lado contrario.
Corbatta, nacido en La Plata, era de una familia pobre, de ocho hermanos. No aprendió a leer ni a escribir, asunto que siempre lo entristeció. Se sentía apocado cuando sus compañeros leían diarios y revistas en las concentraciones. Su época más brillante fue en 1957, tanto en el Racing como en la selección de Argentina. Ese año ganaron el Sudamericano de Lima, y en la alineación, estaban, entre otros, Corbatta, Sívori, Maschio, Angelillo y el Pipo Rossi. El mejor gol de su carrera lo anotó, precisamente, el 20 de octubre del 57, en la cancha de Boca, jugando con la selección de su país frente a Chile, por las eliminatorias al Mundial de Suecia.
Primero, gambeteó a dos rivales, enfrentó al arquero, lo burló, se detuvo, amagó, hizo pasar de largo a otro defensor y volvió a frenar. El público suspiraba. Amagó nuevamente y, al final, colocó el balón donde quiso, junto a un palo, tras dejar sentados a otros dos chilenos. Un golazo increíble. Tanto que la revista estadounidense Life publicó en su portada por primera vez una secuencia de fútbol con la foto de Corbatta.
Fue campeón con el Racing de Juan José Pizzuti. En 1963, pasó al Boca Juniors, que lo compró por 12 millones de pesos, con los cuales el Racing amplió su estadio en Avellaneda y construyó un complejo deportivo. Dos años más tarde, llegó al Medellín, con el cual fue subcampeón en 1966, bajo la batuta de Pacho Hormazábal. Todavía se recuerdan sus jugadas espectaculares por la derecha, sus chanfles y aun la cadena con cristo con la que jugaba. Es de las figuras emblemáticas que han militado en el DIM, en el que hubo genios como el Charro Moreno.
En su decadencia, alcoholizado y sin hogar (pese a que se casó cuatro veces; una de sus mujeres se largó y dejó la casa vacía), Corbatta vivió sus últimos años en un camerino del estadio de Racing. Murió en la miseria más atroz, agobiado por un cáncer de laringe. El 6 de diciembre de 1991, a los 55 años, se fue el que muchos consideraron el más grande puntero derecho, por encima de Garrincha, Boye, Bernao, Houseman, Hamrin y otros tantos que en la constelación del fútbol han sido. La Nación de Buenos Aires tituló “Murió Corbatta, arquitecto de un fútbol que emocionó”, mientras Página/12 dijo: “La muerte se pasó de la raya”.
Era un maestro con el balón. En los entrenamientos, apostaba con sus compañeros a que podía pegarle a cualesquiera de los palos las veces que quisiera. Y disparaba con exactitud. También poseía una capacidad para ponerle efecto al balón. Y por lo demás, sus centros, que eran pases de alta precisión, dejaban a sus camaradas listos para el gol. Un arlequín. Un artista en el gramado. Un futbolista imprevisible e impredecible, que improvisaba sobre la marcha. Un creador. El rey de la raya.
Una calle, junto al estadio de Racing, lleva su nombre. Vivió sus últimos años en un vestuario de la cancha de la Academia. Tal vez muchos lo arrojaron al olvido, pero la que nunca se despegó de él fue la pelota. Por supuesto, es que la acariciaba. Él la amaba y la pelota a él. Un romance eterno, una unión indisoluble. El diablo jugó al fútbol y se llamaba Oreste Omar Corbatta.
(Diciembre de 2002, cuando en la noche de Medellín brillaba una estrella roja)
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