“El otro, por el solo hecho de pensar distinto no es mi enemigo. Mi deber es rebatir sus ideas con argumentos más sólidos y probados sin necesidad de descalificar su persona”.
Simon Sinek en Los líderes comen al final relata cómo los seres humanos tendemos por naturaleza a ser gregarios: conformamos comunidades para tejer redes que faciliten nuestra existencia. Las tribus que se conformaban en los primeros años del hombre no superaban las 120 personas. Esa información genética sigue presente en nosotros. Si usted se pone a analizar y a revisar quiénes conforman su grupo de amigos más cercano, con los que se vea frecuentemente, es probable que ese grupo no pase de 100 personas.
Haga el ejercicio en redes como Facebook o Instagram para identificar con cuántos de esos mil “amigos” o seguidores comparte con frecuencia y existe un verdadero vínculo de amistad. Es probable que, de esos mil, como mucho, se relacione frecuentemente con no más de 100. Un 10%.
Que seamos seres sociales se fundamenta en nuestra vulnerabilidad. El ser humano comparado con otras especies animales es un ser frágil desde que nace. Si un bebé no tiene al lado a la mamá o a un adulto responsable que le ayude con sus primeras necesidades básicas como comer, es probable que no sobreviva; a diferencia de otras especies que a los pocos días de nacer pueden sobrevivir sin tener a sus progenitores cerca.
Por fuerza bruta, el hombre es más débil que especies como los leones, cocodrilos o bisontes. Y menos veloz que las cebras, caballos o ciervos. El hombre, para poder sobrevivir a especies de fuerza superior tenía que trabajar en equipo para defenderse y plantear estrategias para cazar a los animales más rápidos que les sirviera de alimento para vivir. Si no trabajaban en equipo, estábamos condenados a desaparecer.
Que distintos hombres empezaran a conformar grupos de en promedio 120 personas también fue desencadenando en guerras de poder entre nuestra misma especie. Un grupo tratando de sobre ponerse al otro para demostrar su superioridad. Causa que sigue siendo vigente en nuestra época.
Por el ego y el orgullo, pareciera que fuera imposible que ciertas personalidades pudieran convivir: sea porque ambos quieren ser líderes, pero piensan completamente distinto, o porque uno se siente más opacado por el otro; en cualquiera de los casos se genera malestar. Una de las partes conforma otro grupo para desafiar a su par, al que ya considera su enemigo, creyendo que debe hacerlo a un lado para poder brillar y tener absoluto control.
Es normal que uno sienta más afinidad por unas personas que por otras, sea porque se comparten gustos o pensamientos similares, de esa manera es más fácil construir y desarrollar proyectos en conjunto. Si todo el tiempo hay contradicciones es más complejo llegar a acuerdos; sin embargo, la diferencia ayuda a complementar visiones, a entender que no somos dueños de la verdad, que la verdad está en permanente construcción y también a reconocer que podemos estar equivocados en ciertos aspectos. Tal vez en muchos.
Es liberador cuando se deja a un lado el ego, las prevenciones y el orgullo para hablar con alguien que tiene una visión completamente distinta a la nuestra. Entender que el otro, por el solo hecho de pensar distinto, no es mi enemigo y que mi deber, es rebatir sus ideas con argumentos más sólidos y probados sin necesidad de descalificar su persona. Creo que es una de las formas como podemos sanar y crecer como sociedad.
En Colombia aún nos falta mucho camino por recorrer. En redes sociales como Twitter lo más normal es descalificar -sin mayores argumentos- a personas que opinan distinto. El gran reto es que podamos tener conversaciones incómodas donde ganen los argumentos sin necesidad de destruir la dignidad ni la honra de las personas. Y, el otro sería, dejar a un lado el ego, y reconocer que puedo estar equivocado y que tengo el derecho a cambiar de opinión. No es falta de carácter, es grandeza.
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