“C. Kavafis hoy es considerado uno de los poetas más importantes del mundo, además, porque en las traducciones, al decir de los entendidos, no se pierde esa esencia, erótica y cínica, que hace desde la propia historia, sin erudición, sino volviendo lo común todo un arte, de tal manera que el prostíbulo, el templo ortodoxo o el palacio de algún emperador en decadencia, vuelven a tomar forma en su lectura.”
Cuando leí por primera vez a Kavafis, el universo helénico me fue revelado; había estudiado a los griegos desde la filosofía, reconociendo en ellos el ocio necesario que les permitió entrever el mundo de las ideas, de la razón y de la lógica; tuve un acercamiento a escritores como Homero, a los poetas Safo y Píndaro, a las tragedias griegas de Sófocles, Esquilo y Eurípides; entonces Aquiles y Ulises fueron mucho más que héroes, con sus debilidades nos demostraban su humanidad; sufrimos con Edipo y su cruel destino y nos angustiamos con Antígona al llorar sus muertos. Aprendimos algo del griego clásico y hasta recitábamos unas cuantas cuartillas aprendidas de Heródoto sobre sus viajes a Egipto.
Pero bastó un Kavafis para recordarme las debilidades y la grandeza de los griegos y latinos; su obra parece recoger toda una tradición que va desde lo clásico hasta lo moderno, amenizando su palabra en el oráculo sagrado de las deidades que le eran develadas a unos cuantos, hasta permitirnos el olor del incienso y la lumbre de los cirios cristianos en los oscuros templos donde aún reposan tantos secretos. Sus palabras, nos revelan los incógnitos pasajes que pudo recorrer el mismísimo Alejandro o su fiel amigo Ptolomeo, en historias que quedan grabadas en la memoria de las ciudades, en ecos que van y vuelven y que se resisten a perecer. Su origen está en Constantinopla y su quehacer en Alejandría, de tal manera que una herencia sacra lo acompañará siempre, sin embargo, también el gusto y los excesos serán temas referentes en su obra.
Si bien su niñez estuvo rodeada de lujos, ya que su padre era un próspero comerciante, éstos desaparecieron cuando éste murió y su madre debió buscar la forma de sostener a 9 hijos, buscando consuelo en Liverpool y en Constantinopla, pero retornando siempre a Alejandría, donde finalmente el poeta tuvo un pequeño cargo burocrático en una oscura oficina de un ministerio, donde permaneció 30 años, desde donde secretamente escribía una obra que lo volvería inmortal, gracias a un inglés que topó con sus poemas, los tradujo del griego demótico y los difundió en Europa y de ahí en el mundo entero.
Sus poemas homoeróticos resumen muy bien su obra, cargada de un misticismo concentrado en personajes del común, jovenzuelos anónimos para quienes el deseo y el límite de lo prohibido parecen desdibujarse, entregados al amor en los lugares que describen el lumpen donde todo transcurre, ese que seguramente le fue negado al propio Kavafis, en razón al pudor y a la formación cristiana recibida, por eso siempre hay un ligero sabor a expiación en estos poemas. Ahí el cinismo y la añoranza por lo no permitido, pero también por la imposibilidad de lograr una mejor posición social, por el dinero que siempre escasea, y la belleza resumida en un espejo que añora la imagen del joven que ahí se acicaló.
Obsesionado por la perfección, fácilmente identificable en los escasos poemas escogidos por él para su publicación, no le importaba dedicar años enteros para pulir el verso, sin sacrificar un mundo, como otros lo haría, sino precisamente buscando las palabras precisas para que ese mundo se glorifique en la palabra, de ahí que Ítaca sea uno de los referentes más exactos de su precisión y de su universalidad. No buscó tampoco la publicidad, era de esos escasos poetas que es capaz de escoger a sus propios lectores para compartirle sus obras, impresos en hojas sueltas o en cuadernillos que él mismo organizaba, como quien sabe que algo valioso hay en esas formas y que se comparten avaramente.
Su poesía, al parecer, no caló en su propio mundo, además porque el periodo de entreguerras en África y el Medio Oriente fueron perfilando ciertos gustos y predicamentos, de tal manera que la voz griega de un cristiano, homosexual por demás, fue perdiéndose en esas calles alejandrinas de cuya evocación solo queda en las palabras de Kavafis, lo demás, se lo llevó el viento. Pese a ello, hoy es considerado uno de los poetas más importantes del mundo, además, porque en las traducciones, al decir de los entendidos, no se pierde esa esencia, erótica y cínica, que hace desde la propia historia, sin erudición, sino volviendo lo común todo un arte, de tal manera que el prostíbulo, el templo ortodoxo o el palacio de algún emperador en decadencia, vuelven a tomar forma en su lectura.
Kavafis tiene una cualidad maravillosa y es que, en esos poemas, donde la referencia histórica es un pretexto para su sátira, lo que resalta es la cotidianidad antes que la grandilocuencia de la historia oficial que desconoce las sensualidades de los grandes y los vuelve casi divinos; en Kavafis lo divino es otro pretexto para mostrar nuestras debilidades y una moral, si se quiere, que cohíbe, pero donde se cae también en las tentaciones. Los dos muchachos que se aman en una vieja pensión cobran igual importancia que el hijo del César, que debe también perecer como en una tragedia griega.
Imperdonable no traer en este escrito uno de sus poemas, y me disculpan los lectores, pero debo operar con esa subjetividad que reconoce la propia sensualidad, presente de una u otra forma en casi todos los poemas de nuestro amado poeta griego.
A la entrada del café
Algo que dijeron al lado mío
dirigió mi atención a la entrada del café.
Y vi el hermoso cuerpo que parecía
como si el Amor lo hubiese forjado con su más consumada
experiencia –
plasmando sus armoniosas formas con alegría,
elevando esculturalmente la estatura;
plasmando con emoción el rostro
y dejando a través del tacto de sus manos
un sentimiento en la frente, en los ojos, y en los labios.
Tumaco, septiembre 1 de 2020
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