Conjugar un verbo para que suene un verso es casi una súplica del espíritu para soportar suplicios; escribir como un don y su pesadez, encariñarse con la cruz, bendición del castigo. Interrogarse a sí misma frente al espejo, reflejar impulsos que aspiran a certezas, operar ideas; ideas qué, al chocar violentas contra las emociones, se disocian como ideologías.
Es sencillo tropezar con los males de la cultura, arraigos de miedo. Las preguntas son revolucionarias, porque atónitas, en la perplejidad de la ignorancia, se saben faltantes y es un consuelo. Tras lo insoportable, levedad, irrelevancia, se muere y se nace de nuevo.
¿Cómo definirse en la propia ausencia?
Visitarse el vacío, mudez profunda. Mirar hacia afuera y encontrar el adverso, algo que sufre en lo íntimo, hace incomprensible lo externo y terceros. Tropezar, corazón de abismos, hasta absorberse en el agujero. Soltarse ahí, la ignominia de quien se desconoce.
AFUERA
En el otro habita el error, y lo otro es el yo en sí, tras la inconsciencia. En lo otro está el amor, esto como elemental incoherencia, cicuta redentora del animal político.
Aceptar condiciones dadas no implica la resignación a los condicionantes, de aquí la utilidad de pensarse, enajenarse. En el entorno está el consuelo de lo absurdo, decadente lógica del poder que evoca la necedad del ego, humanistas retos que son dolerse para suprimir la autodestrucción con semejantes, placebo, placer. Corrupción es sustraerse de la verdad, asistimos a un suicidio colectivo.
Afuera atraviesan océanos, tripulaciones pese a la tormenta, ocasión de navegantes ciegos cuya piel ultraexcitada les convierte en piratas temerarios. Hay problemas y mentiras, falsos ídolos y descubrimientos como negamientos, que sirven para barrer con ilusiones dóciles el más sucio de los suelos.
Afuera nos busca el instinto, supervivencia que opaca decepciones, con hambre no queda mucho espacio para los sentimientos. Afuera está el sorteo, destino que se transgrede en rutinarios caminos superfluos.
Afuera juegan los niños y a veces lloran los méndigos.
ADENTRO
La soledad es el eco de una mente huérfana, sin ancestros narrativos y exiliada de tierra consistente hecha de abrazos genuinos y suspiros sinceros. Ahí, donde brillan las sombras en el diario mientras se me retuercen los sesos.
Caminar a la casa de las ruinas, observar cómo florece el musgo tras muchos soles que en la voracidad de los días germinan con la lluvia, aire fresco, encontrar otra ruta como la secular esencial respiración que a continuación del punto, contemplo.
Lugar donde de los besos me abstengo. Juez, varón, fiscal y sepultero; la niña que se resiste a la sentencia al trascender con su epitafio, prosa poética, grité, quise, estaba existiendo.
Adentro están sus ojos contemplando la incandescencia de mi alma, la lejanía de mí y los cuerpos. Adentro pronunciamientos sutiles, longevos.
Adentro están los monstruos del armario que arranco de mi pecho, lágrimas, como el rocío de madrugada sobre una hoja en la pequeñísima rama que yace entre fracturas del pavimento. Adentro, estados primaverales en que lo bello corresponde al después del sufrimiento.
Adentro mora el secreto y la ternura discernida por el frío húmedo y el silencio. Adentro es la alegría, letanía etérea, nostalgia sin añoranzas que se extrañen, un Dios que en su inmensidad también sabe a infierno.
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