El martes 11 de agosto 5 adolescentes fueron brutalmente asesinados en Llano Verde, distrito de Aguablanca en Cali. Precisamente cuando en el marco de la pandemia el esfuerzo principal de las sociedades del mundo está dirigido a salvar vidas ante la amenaza del coronavirus, el asesinato de estos jóvenes nos recuerda con dolor que en Colombia tenemos un profundo problema de violencia que está directamente asociado a las condiciones de vida de cientos de miles de jóvenes vulnerables.
Nota: en esta columna quiero enfocarme, sobre todo, en los problemas subyacentes que llevaron a la masacre de los jóvenes de Cali y reflexionar sobre cuál es el mejor camino para prevenir que ocurran desgracias similares en el futuro. No olvido a los jóvenes que fueron asesinados el sábado en Samaniego, pero los hechos ocurridos en ese municipio de Nariño responden a otros problemas que demandan otros caminos de solución.
La violencia de tantas décadas, la ausencia del Estado en amplias zonas del país, la falta de oportunidades en el mundo rural, la crisis nunca resuelta del desarrollo industrial, la falta de educación, la corrupción, la irrupción del narcotráfico, la obsoleta guerra contra las drogas y la incapacidad política de construir un modelo de desarrollo incluyente, se expresan, entre otras cosas, en la aparición de amplias zonas marginales en el territorio nacional. En esas zonas viven muchos jóvenes vulnerables de nuestro país.
Vulnerabilidad, en términos elementales, significa estar alejados de entornos protectores o carecer o tener débiles herramientas para construir un proyecto de vida digno que conduzca a la autonomía a partir de su condición de personas Quiero referirme a esos jóvenes y las condiciones en las que viven.
Las comunidades marginales dónde nacen y crecen nuestros jóvenes vulnerables tienen las condiciones más precarias de toda nuestra sociedad. Pobreza, desempleo, informalidad, altas tasas de embarazo adolescente, familias disfuncionales, violencia intrafamiliar, de género, abusos sexuales, pobre calidad de la educación, mayores cifras de deserción escolar, ‘matoneo’, reclutamiento y vinculación de niños y jóvenes para una criminalidad que controla la venta de estupefacientes y promueve su consumo, somete a las actividades comerciales con la extorsión, controla los espacios públicos, “dicta” normas de convivencia, “resuelve” conflictos y usa la violencia sin miramientos.
Los líderes de este mundo criminal son, por lo general, personas nacidas en la misma comunidad y se suelen convertir en referentes para los menores. Las personas están sometidas por el miedo, no confían en la presencia institucional del Estado y no tienen esperanza. Entender estas circunstancias es crucial para superar las condiciones sociales que cada cierto tiempo causan estupor pero que después pasan al olvido, hasta la siguiente masacre.
La primera acción es con niños, niñas, jóvenes y sus familias. Todas las condiciones de vulnerabilidad social deben ser atendidas de manera integral, en simultánea, bajo la dirección y coordinación de las autoridades civiles, convocando a organizaciones sociales, ONGs, fundaciones, iglesias y múltiples actores con capacidad para intervenir.
La escuelas y colegios tienen que ser eje central en las intervenciones, deben contar con los mejores docentes y facilidades, apoyadas en equipos especializados de intervención social que puedan trabajar con las familias y líderes de la comunidad.
La mayoría de chicos con dificultades necesitan un punto de apoyo, una persona u organización que los acoja, acompañe, cuide y les permita ver alternativas. Es extraordinario ver la influencia que pueden tener maestras y maestros en estos contextos.
Pero esto no es suficiente. Es imprescindible trabajar con toda la comunidad para reconstruir el tejido social. Reconocer y convocar a líderes y abrir los espacios para que otras personas se atrevan a participar. Solo así se empieza a vencer el miedo.
Empoderar significa que la comunidad se convierte en protagonista de su desarrollo. El presupuesto participativo es un buen programa de empoderamiento comunitario.
Aquí de nuevo es esencial la dirección y coordinación de las autoridades civiles. En adición a todo esto es responsabilidad de estas autoridades comunicar y explicar a toda la sociedad el sentido de las intervenciones en las comunidades vulnerables, destacar sus valores y romper la estigmatización que recae sobre sus habitantes.
Todo lo anterior requiere garantizar condiciones de seguridad ciudadana con la presencia de la policía, especialmente entrenada para el trabajo comunitario, no entendida como fuerza de choque y represión. Policía capaz de construir confianza con la gente en su territorio, con acompañamiento de inteligencia y judicialización para desarticular las redes criminales que dominan el territorio. Acompañada por las diferentes instituciones del Estado, como Comisarías de Familia, unidades de atención a víctimas, Defensoría de Derechos Humanos, ICBF, Fiscalía, etc. En Colombia hay varias experiencias que nos demuestran que es posible hacer todo esto.
Finalmente, una observación de la cual depende el éxito de la transformación de comunidades marginales a comunidades dignas con oportunidades: tiempo. Estos cambios necesitan permanencia sostenida en el tiempo, sin interrupciones. Es fatal para las comunidades cuando empiezan a creer en un momento determinado y en el gobierno siguiente se destruyen todos los avances.
Las administraciones locales no son capaces de hacer este trabajo solas. El Gobierno Nacional puede y, debe, ser partícipe de estos programas por todo el país, con recursos y equipos articulados con las autoridades locales, en un gran programa nacional para jóvenes vulnerables.
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