Hace ya casi 80 años, el economista austríaco Joseph Alois Schumpeter formuló la predicción según la cual, contrariamente a lo que pronosticaron Marx y sus discípulos, el capitalismo no desaparecería como resultado de sus “contradicciones internas” sino como consecuencia de su propio éxito económico. Esta profecía sombría y paradójica está contenida en su obra Capitalismo, socialismo y democracia, publicada en 1942. Escribe Schumpeter:
“…la tesis que me esforzaré en establecer es la siguiente: los logros económicos alcanzados por el capitalismo y los que puede aún alcanzar son tales que permiten descartar la hipótesis de una ruptura del sistema bajo el peso de su fracaso económico; sin embargo, el éxito mismo del capitalismo socaba las instituciones sociales que lo protegen y crea inevitablemente las condiciones bajo las cuales no le será posible sobrevivir y designan netamente al socialismo como su heredero presuntivo”
Ese tránsito del capitalismo al socialismo no sería el resultado de una debacle económica que diera paso a una revolución violenta, sino del cambio paulatino en la mentalidad de la gente que la llevaría a una demanda creciente de beneficios, de ayudas sociales, de garantías, en fin, de una intervención cada vez más grande del gobierno en el manejo de sus vidas.
Circula en las redes sociales una frase que, si no es suya, bien podría haberla dicho ese gran defensor de la libertad y espléndido autor de aforismos que fue Ronald Reagan:
“El pueblo estadounidense nunca adoptará a sabiendas el socialismo, pero bajo el nombre de liberalismo, adoptará cada fragmento del programa socialista, hasta que un día Estados Unidos será un país socialista sin llegar a saber cómo sucedió”
En Estados Unidos “liberalismo” significa socialdemocracia que es la orientación del Partido Demócrata cada día más atenazado por la izquierda radical.
Lo que dijo Reagan es exactamente lo que vienen ocurriendo en Colombia desde hace muchos años por la acción de todos los partidos y la prédica de economistas, intelectuales y periodistas obsesionados por alcanzar el espejismo de la “justicia social” y el fetiche de la igualdad de ingresos mediante la intervención de un gobierno que todo lo sabe, que todo lo reglamenta, que todo lo distribuye.
A lo anterior se suma el debilitamiento y pérdida de prestigio de la función empresarial. No por el agotamiento de las oportunidades de inversión, sino un desánimo generalizado de aprovecharlas por el deterioro de la confianza que suscita una fiscalidad predadora e incierta, cuando no el temor de la expropiación pura y simple por un gobierno autoritario cuya probabilidad es cada vez más grande.
La posición social de empresarios y capitalistas está profundamente debilitada. Se les ve sumisos ante el gobierno y temerosos de una opinión pública conquistada por los demagogos, presentes en todos los partidos políticos, que han conseguido desprestigiar a las grandes empresas y corporaciones, al tiempo que glorifican las supuestas virtudes de la libre de competencia de los manuales introductorios de economía.
En esto los demagogos están acompañados por contingentes de economistas que viven de los cargos públicos y los contratos con el gobierno y validan con sus “conceptos técnicos” la fiscalidad asfixiante, el asistencialismo sin freno y el control de todos los ámbitos de la vida económica para garantizar la “justica social” y la nivelación de los ingresos.
El marco institucional del capitalismo, es decir, la propiedad privada y la libre contratación, está profundamente deslegitimado por la prédica de los demagogos y los periodistas que les sirven, haciendo eco de sus ataques a los empresarios y las libertades económicas desde los mismos medios que con sus recursos o con la pauta financian los capitalistas.
Los dirigentes de gremios de la producción lucen incapaces de defender los elementos básicos de un capitalismo funcional – propiedad privada, libre contratación, libre comercio y estado limitado – y se dedican a medrar, en actitud mendicante, por los ministerios y los pasillos del congreso buscando que las exacciones fiscales y las reglamentaciones afecten en la menor medida posible el interés estrecho de sus asociados.
Es desconcertante la miopía de empresarios y capitalistas colombianos sometidos desde hace años a un feroz ataque. Cualquiera diría que fue pensando en ellos que Schumpeter escribió estas palabras:
“Hablan y suplican, o alquilan gente que lo haga por ellos, se acogen a cualquier oportunidad de compromiso, están siempre dispuestos a ceder, jamás presentan lucha bajo la bandera de sus propios ideales e intereses”
No hay una resistencia real contra la imposición de cargas fiscales aplastantes, ni contra una legislación laboral incompatible con la dirección de las empresas y los negocios. Todo es temor y sumisión. Una incapacidad total de defender su éxito en la creación de riqueza tal como se muestra en sus balances, que se han convertido, por obra de los demagogos, en motivo de escarnio y no de exaltación de los logros de la función empresarial.
¿Por qué les resultará tan difícil entender y hacerle entender a todo mundo que un balance robusto es la expresión de unas empresas que suplen con sus bienes y servicios las demandas de la gente y que dan empleo a esa misma gente para que compre los bienes y servicios que consume? ¿Qué las ganancias que muestran los estados de resultados no son otra cosa que la inversión en activos productivos que aumentarán la oferta de bienes y servicios finales que consumirán los trabajadores que tendrán empleo como resultado de esa inversión?
La defensa racional y técnica del capitalismo basada en sus resultados es necesaria, pero por si sola insuficiente frente al embate de los demagogos cuya prédica exitosa se basa en la ignorancia de las masas y en la hostilidad contra el capitalismo que los intelectuales y periodistas han sabido inculcarles. Es esa hostilidad, bajo el disfraz de la “justicia social”, la que se traduce en las medidas fiscales, políticas y administrativas que minan la función empresarial, el motor del crecimiento económico y el bienestar en una sociedad libre.
Aunque basado en premisas científicas y fundado en hechos demostrables, el discurso de defensa del capitalismo liberal es un discurso eminentemente político, es decir, además de demostrativo, debe ser, sobre todo, persuasivo e inspirador. No voy a referirme a cuestiones específicas de la coyuntura colombiana, que espero abordar en otra nota. Aquí voy a detenerme en lo que considero son los elementos generales que deben inspirar a los empresarios y jóvenes que incursionan en la política. Entiendo por política la participación activa en las discusiones de la vida social, no necesariamente la participación militante en un partido. Creo que esos elementos, de los que hago un simple esbozo, los ayudarán a entender mejor las situaciones contingentes de la economía y la política y a fijar posiciones desde una sólida posición de principios.
Naturalmente, me dirijo también a quienes hacen política en los diferentes partidos y que comparten los valores de la libertad, la democracia y la economía de mercado. Así como, según Hayek, hay socialistas en todos los partidos, debemos esforzarnos para que haya también liberales de verdad en todos ellos.
La defensa del capitalismo liberal debe hacerse, a mi modo de ver, desde cinco perspectivas: i) la comprensión científica de su fundamento, ii) su elevada moralidad, iii) su superioridad productiva frente a otras formas de producción social, en particular frente al socialismo, iv) la reivindicación de la función empresarial y v) su capacidad de reducir la pobreza y de igualar el consumo.
La comprensión científica de su fundamento. El capitalismo o, como lo denominara Adam Smith, la Gran Sociedad, no es una organización de la producción creada de forma deliberada por la inteligencia humana con el propósito de lograr un resultado previamente anticipado. El capitalismo es un Orden Espontáneo surgido de la lenta evolución a lo largo de los siglos de las cinco instituciones, tampoco inventadas o creadas de forma deliberada, en las reposa su fortaleza y vitalidad, a saber: la división del trabajo, el intercambio voluntario, la propiedad, el dinero y el cálculo económico; todas la cuales son el resultado de lo que Smith llamara la propensión humana a cambiar, a permutar, a negociar. La más reciente y completa descripción del capitalismo como un orden espontáneo evolutivo se encuentra en la obra de Hayek: Derecho, legislación y libertad. La primera es, por supuesto, La Riqueza de las Naciones de Adam Smith. Ningún liberal puede prescindir de la lectura de estas obras.
La elevada moralidad. El punto de partida es, por supuesto, el axioma de la auto-posesión, del cual arranca toda la teoría y la ética de la libertad humana. Es en virtud de la propiedad sobre sí mismo y los frutos de su trabajo intelectual o material que el hombre puede hacer ciertas cosas y oponerse a la imposición de otras: en esto y nada más y ni nada menos consiste la libertad humana. El capitalismo es a la vez resultado y condición de la extraordinaria expansión de las fronteras de la libertad humana y de su ineludible correlato la responsabilidad de las consecuencias de las acciones libremente elegidas. El ejercicio responsable de la libertad contribuye al desarrollo de lo que Deirdre McCloskey llama las virtudes burguesas como la frugalidad, el ahorro, la prudencia, la esperanza, la fe, la responsabilidad, la solidaridad e, incluso, el amor. Hay que reivindicar la elevada moralidad del capitalismo y “recuperar el respeto virtuoso por lo que hoy todos somos: burgueses, capitalistas y comerciantes”. En el libro de Murray Rothbard, Ética de la libertad, y en el de Deirdre McCloskey, Las virtudes burguesas, encontrarán los liberales abundante y poderoso pertrecho para la defensa moral de capitalismo.
La superioridad productiva. Es esta tan evidente que incluso los comunistas chinos decidieron adoptar, para superar la ominosa pobreza de su población, una modalidad de capitalismo autoritario, inspirada en las ideas de la fisiocracia francesa del siglo XVIII, que propugnaba por libertad económica y el despotismo político. El mundo está a la expectativa de cómo en China se resuelve lo que algunos teóricos, como Acemoglu y Robinson, ven como un conflicto entre instituciones económicas incluyentes con instituciones políticas excluyentes. Por lo pronto el experimento chino está demostrando que, mientras haya crecimiento, puede haber libertad económica sin libertades políticas y civiles, lo que es dudoso es que las estas últimas puedan existir sin la primera. Lo que no admite ninguna duda es que el capitalismo nos ha hecho más ricos, más sanos, más longevos, más viajeros, más educados, más cultos y, también, más deportivos. La superioridad económica del capitalismo es tal que, salvo algunos políticos e intelectuales despistados de América Latina, son pocos los socialistas que abogan abiertamente por su abolición total; la mayoría se inclinan por ahondar las políticas socialdemócratas buscando alcanzar esa especie de colectivismo parasitario, descrito por Ayn Rand en su portentosa novela La rebelión de Atlas, donde el control de los resultados ha sustituido al control de los medios de producción. Las estadísticas del Banco Mundial, los estudios de entidades como el Instituto Cato y la Fundación Heritage, los trabajos de historiadores liberales como Niall Ferguson y de los viejos economistas como Arthur Lewis, suministran datos y conceptos para una sólida defensa del capitalismo liberal desde el punto de vista de su eficiencia. De Ferguson hay que leer su Civilización, de Lewis su inigualable Teoría del desarrollo económico, a la que no le pasan los años.
El papel central de la función empresarial. La forma como se concibe al empresario incide decisivamente en la percepción que las personas tienen de la economía capitalista. Esa concepción determina la mayor o menor simpatía – o antipatía- que se experimenta frente a ese tipo de organización económica y la forma de propiedad a ella asociada. Las ideas que la gente tiene del empresario y de su rol en el proceso económico están determinadas por el tratamiento analítico dado a esa figura en las dos grandes tradiciones del pensamiento económico: la clásica y la neo-clásica. Estas tradiciones son las que más han permeado la conciencia colectiva y llevan a que la gente vea al empresario como explotador o como rentista. A ellas hay que oponerles la visión del empresario como creador de riqueza y como descubridor de nuevas oportunidades de consumo propia de la tradición austríaca. Hay que reivindicar la idea de Mises de que empresarios somos todos porque todos somos calculadores económicos, la visión de Israel Kirzner del empresario como descubridor de oportunidades de beneficio en los desajustes del sistema de precios y la visión de Schumpeter del empresario como innovador que lanza nuevos bienes de consumo o nuevas formas de producir los existentes. Esta tradición, que comienza en Cantillon, aporta una visión de empresario mucho más rica y completa, que, además de tener importantes implicaciones analíticas, lleva a una valoración moral de la economía capitalista más acertada y mucho más favorable que la derivada de las tradiciones clásica y neo-clásica.
El capitalismo como eliminador de la pobreza y la desigualdad. Los liberales no pueden hacer caso omiso del fuerte calado de la ideología de la desigualdad del ingreso monetario en la conciencia de la mayoría de las personas. No basta con argumentar que la desigualdad es inevitable y que lo que debe preocupar es la pobreza. Hay algo en la naturaleza humana que nos hace pensar no solo en nuestra situación económica en ella misma o relativa a la que teníamos en un momento del pasado o la de nuestros antepasados sino en esa situación relativa a la de los demás. Por eso necesario tener siempre en mente que objeto de la producción es el consumo y que en esa sencilla afirmación reposa la defensa liberal del sistema capitalista, cuya esencia es la ampliación y diversificación de las oportunidades de consumo poniéndolas al alcance de todo mundo mediante el abaratamiento de los precios en el proceso de competencia. Hay que hacerle entender a la gente que no importa lo que los ricos ganan sino lo que hacen con lo que ganan y que el destino de su ingreso no es otro que la ampliación de las capacidades de producción de la sociedad, que se traducen en más bienes y servicios para todo mundo. A los coeficientes de Gini que miden la concentración del ingreso, hay que oponerles los indicadores de reducción de la pobreza y los coeficientes Gini de consumo, los que verdaderamente importan.
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