Circo Moderno de Barranquilla

«Chilenito empezó la función, encargado en insultar a las trozas, primas, dieciochoañeras con imagen de treintonas, cuidadoras de sobrinos, con uno de gabán que lo sobaba cuando no le tocaba diálogo…»


En moto equipada por los caminos del Barbosa y los oyentes parándose del mueble o del colchón sin tendido, porque es día de voltear la casa y reubicarla, al ventanón y a seguirlas dos ruedas que paran en los cruces y deciden para dónde ir, si al colegio donde se gradúan las familias que lo rodean o arriba pero es lomudo y termina en polvo y rocas o al otro que por ahí pasa la mazamorra, los chanceros, los que registran los electrodomésticos y los plasmas para bajarle o subirle las ayudas gubernamentales algo así. Que el circo, las funciones, una para pequeños y otra para adultos, la última, y los complementos del espectáculo, nada de mujeres peludas, que lo alcen a uno hasta el cenit de la carpa y lo bajen hasta los sustratos del país al que veo lejos la llegada si no es o de mochilero o con una beca no me elige; de enanos que metan a sus bolsillos ruedas de tractomula o hélices y que empujen a cuatro barrigonas por caridad llevadas; de elefantes en triciclos o leones meando las primeras bancas o el ejército de la nación ocupada en la mente del ficticio.

Nada de eso pero valía la pena, siempre la vale, salir a entretenerse en las horas que no llenan la vista, que no lo ponen a guardar estornudos porque no hay una de esas biologías completas que lo abstienen; y planeamos con tiempo el vestir la demora, el un tiempo antes de novias de papá con hermanastra inclusive o tiquete regalo de bienestarino por acercarse a la oficina de la que ahora ni los reconoce, el Vuela, vuela que pone al más pordiosero de los académicos a repetir y a tamborilear las nalgas planchas, los formatos del curso con el que van a perder lo del tinto y del pasaje y la fuleada de los con quienes vive.

Bajamos por la calle, perfumeaditos y con la gomina fresca, pegados del brazo, creo que ya comidos o con una tripa separada, el toldo con los personajes que, sabíamos, no iban a aparecer porque los contrataron en los estudios yanquis, solo caramelo para ansiosos, robustos y pedigüeños menores de la mano del uñas sucias y la pasada de gordita. Enfilamos, no era grande, y me mandó a preguntar en el rectángulo de una puerta por el cual recibían los pesos, diez mil, y entregaban una boleta a devolver; la fila se alargó con el rato de música y las variedades repetidas, de luces encontrándose con los ojos para tirarlos al destello, y la gente fue uniéndose a la glorita Balvanera, nosotros viendo por la mira de su francotirador a los conocidos y sus acompañantes, el exceso de polvo o la blusa repetida, o el que hace poco terminó con la novia y ya está sacando a una amiguita de ella, muy lindos, un sábado por la noche, con viento leve, las luciérnagas por escalas y la admiración en los callejones del pueblo.

Dejaron entrar al rato, casi una hora y media esperando en la yerbita, oliendo la grasa de las crispetas, miaos de caballo hervidos, fuerte, al primer círculo de los venteros, perros, papitas, mangos rayados o en tajadas, manzanas de caramelo, helados, gaseosas, aguas, y otros chuzos, emprendimientos del funambulista-malabarista. Pasamos adentro, las gradas de madera y unos puestos reservados, sillas plásticas blancas por cinco mil, yo no quería pero entramos, la mayoría en las gradas y tres parejas adelante, sabiendo que sus cuellos eran vistos, reparados, consideración de gente regulonga.

Chilenito empezó la función, encargado en insultar a las trozas, primas, dieciochoañeras con imagen de treintonas, cuidadoras de sobrinos, con uno de gabán que lo sobaba cuando no le tocaba diálogo; también se enamoró de un gordo, opuesto a la troza, que cada que lo mencionaban bajaba la cachucha y se tocaba el ombligo. Siguió el acróbata-lanzador de cuchillos, los aplausos antes de una hazaña y el equilibrio de la rueda en la soga; pasó la muchacha, una ruedista que nos hacía pensar en cuántas funciones han pasado, la última en Copacabana, y lo que les falta para ampliarse y no deberle al dueño del conjunto: era de una belleza reconocida por otras mujeres, un censo común que no distraía las acrobacias, las cinco ruedas por brazos y aumentando; después, un monólogo de Chilenito, se gozó de las dos ayudantías, unos campeches de tez quemada y brazos de anca, torpes y diestros para recibir los regalos distribuidos al público, y el globo de la muerte, presentada por el gabán, con énfasis en los accidentados que tampoco habría.

Descansamos por orden de este en el comercio redondo, persistían los miaos de las crispetas, y supimos que los dos en frente de ambos, aunque si nos preguntan no daremos la misma interpretación, eran los que recibían la plata de las sillas vip, la esposa del hombre, con una niña en brazos y otra que recibía chistes preferenciales, obligatorios, vomitaba en, justo, la mesa del medio, rodeada por muchachas sacándole a sus tinieblos y a sus padres, por los conos desempacados y las papitas bañadas en salsa roja descolorida. Nosotros tomamos gaseosa y le veíamos el cabello cogido por la hija y el agua condensada, verduzca y con grumos, caer en la yerba; el esposo, un celular en el oído y otro en la mano, con Chilenito, la sacaron del entreacto y volvimos, uno que otro le compró dulces o bombones o fresitas al de la cresta que hace poco exigía aplausos, al puesto.

Ya sabíamos quién era el público, y el gabán, vestido de detective, los ojos ahumados y el cabello húmedo, como de luchador en emisión especial, dio apertura a la sesión colectiva de hipnosis. Llamó varias veces amenazando con acabar la noche si no participaban, empezó de nuevo el ruego y fueron saliendo los jovencitos, las parejas, los adultos mancebos y la prima gorda. Los puso en orden y les pidió relajar las manos, cerrar los ojos, algo así, y dando chasquidos les tocó los cuellos y fueron durmiendo; menos una de enterizo, que mirada de reojo a su novio, y otra que no se concentraba por las risas. Los ayudantes, cogedores de café sin cosecha, acostaron cojines para que se acostaran; ahí eliminó a otros prevenidos, no los ayudó a pararse, y los devolvió al vientre de la mamá, los metió a una piscina… llena de tórtolas ahogadas, los levantó y los puso a menearse, primero solos, el requetón, y luego, combinados, bachata, y terminaron, uno adulto, punteando una viga a lo caballo loco; ese con la pareja de Patricia Teherán reencarnada fueron espadachines y así hasta sentar a una muchacha en las piernas del inocente y despertarla… Fueron los últimos y, mientras ella se iba, le recordaron el estriptis le hizo al que tenía al lado, un amiguito gay. Se despidió el gabán recordando que no es brujo, que el contenido de la sesión fue porque era horario de grandes y nos mandó para afuera con la basura que habíamos cargado y la invitación para la próxima semana seguirían dando oso a los paisanos.

El Pedregal, julio 22 de 2025

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Bitácora del Pequod, «Circo», Vol. 3: Moby Read, agosto de 2025.

Pintura: Circo, Candido Portinari (1942).

Alejandro Zapata Espinosa

(Itagüí, Colombia, 2002) Licenciado en Literatura y Lengua Castellana (Tecnológico de Antioquia), y maestrando en Educación (Universidad Santiago de Cali). Miembro del Comité Editorial de Contacto Literario (Armenia, Colombia).

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