«Gobernar no es un show, pero hay quienes confunden el Consejo de ministros con una mala comedia donde el país es el único que no se ríe.»
No diré nombres propios porque ya todos saben de quién hablo. Porque el descaro tiene rostro, las promesas huecas tienen voz, la hipocresía se viste de traje y la cobardía se esconde detrás de discursos reciclados. Pero sí seré preciso, porque a estas alturas de la historia, a nadie se le puede olvidar lo que vimos el 4 de febrero: un circo montado con el dinero de todos, un teatro mal ensayado donde los protagonistas, en vez de escuchar, pretendieron dar cátedra de moral. Se les olvidó que la gente ya no come cuento.
Los que se llenaron la boca hablando de cambios, de derechos, de justicia, fueron los primeros en blindarse tras vallas, en temerle a su propio pueblo, en asomarse desde lo alto como monarcas modernos con miedo a que los súbditos les recordaran en qué país viven. La escena fue casi poética: un gobierno que decía ser del pueblo, viéndolo desde lejos, atrincherado, escoltado, con las sirenas listas para la huida si las cosas se salían de control. Unos que juraban estar del lado de la gente, sudando frío al escuchar la voz de la calle.
Lo llamaron un acto de democracia, pero la democracia no se impone con vallas, no se blinda con miedo ni se administra con chantajes emocionales. Porque eso fue lo que intentaron: convencernos de que criticar el “cambio” era ir contra el progreso, cuando en realidad era contra el cinismo. Intentaron vendernos la idea de que los inconformes eran los retrógrados, cuando los verdaderos retrógrados son ellos, los que creen que pueden gobernar con el mismo libreto de hace décadas. Pensaron que la gente iba a tragar entero, que la memoria es corta, que la indignación se apaga con un discurso barato y unas cuantas excusas de cartón. Se equivocaron.
¿Por qué la gente sale a marchar, a gritar, a exigir? no porque odien el cambio, sino porque detestan la mentira. Porque este gobierno prometió una transformación que nunca llegó, una justicia que nunca se vio, una transparencia que se esfumó en los contratos turbios, en los nombramientos a dedo, en la incompetencia disfrazada de revolución. Y no, no es la oposición la que habla, es el ciudadano que ya no aguanta más el engaño.
Y qué ironía, los mismos que antes llamaban al pueblo a las calles, los mismos que antes se rasgaban las vestiduras pidiendo manifestaciones, ahora tiemblan cuando la gente sale a protestar contra ellos. Los mismos que antes decían que las marchas eran un derecho, hoy las demonizan. Qué conveniente.
Pero no nos equivoquemos, esta crítica no es solo sobre un día, sobre una marcha o sobre un gobierno. Esto es sobre un modelo de política donde las élites, disfrazadas de salvadores, se montan al poder con promesas que no piensan cumplir. Es sobre la constante traición a la confianza de un pueblo que sigue esperando el día en que sus gobernantes sirvan de verdad y no se sirvan del cargo. Es sobre el descaro de ver a los mismos de siempre jugando a ser diferentes, mientras hacen exactamente lo mismo que criticaban.
Así que no se confundan, esta sátira al consejo de ministros no es de oposición, la paciencia se agota, ya existe una decepción colectiva, del hartazgo de ver cómo los mismos que se proclamaban como *Diferentes* resultaron ser la misma basura de siempre. Y esta es la voz de un país que ya no quiere cuentos, que ya no quiere discursos huecos, que ya no quiere administradores que fracasan y le fallan a un país.
Y lo peor es que aún no han entendido el mensaje. Siguen allá arriba, en su burbuja, creyendo que con unos cuantos discursos y pensamientos “progresistas” van a tapar el descontento. Siguen aferrados a la idea de que la gente les sigue creyendo. Pero esta vez, puede que se lleven una sorpresa.
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