El acuerdo de cese del fuego pactado entre el Eln y Petro, en un acápite denominado «actos prohibidos”, sostiene que “las partes acuerdan no realizar acciones ofensivas. Dicha prohibición incluirá las actividades de inteligencia encaminadas a realizar acciones ofensivas entre las partes”. En otras palabras, elenos y Fuerza Pública se comprometen a no enfrentarse entre sí.
Por otro lado, el acuerdo no contiene ni una sílaba sobre las obligaciones del Eln en relación con los civiles. Así lo confirmó, entre eufemismos y un enorme cinismo, Pablo Beltrán, uno de los cabecillas elenos. Sostuvo que el pacto no regula “las operaciones de finanzas del Eln”, entre ellas los “impuestos» y “retenciones», es decir, las extorsiones y secuestros. Tampoco se refiere al reclutamiento de menores.
En resumen, el Eln tiene la certeza de que los militares y policías no los confrontarán y, al mismo tiempo, no asumen compromiso alguno de respetar a los civiles ni de dejar de hacerlos víctimas de sus acciones criminales. De hecho, anunciaron de manera pública y expresa, ante el silencio cómplice del gobierno, que seguirán victimizándolos.
Hay que recordar que, más allá de lo que diga o no diga lo pactado, de acuerdo con el derecho internacional humanitario aplicable a los conflictos no internacionales como el nuestro, los combatientes tienen la obligaciones de no hacer objeto de su accionar militar a los civiles y deben abstenerse de cualquier ataque a ellos y de reclutarlos forzadamente, aún más si son menores. Esas obligaciones internacionales no dependen del ordenamiento jurídico interno de los estados ni, por supuesto, de lo que puedan acordar los estados y los grupos armados ilegales que los combaten, como en este caso.
El punto, sin embargo, es que, tal y como quedó acordado, el Eln tendrá la certeza de que la Fuerza Pública no los confrontará y, mientras tanto, como confiesa Beltrán, seguirá extorsionado, secuestrando, reclutando forzosamente, entre muchos otros crímenes. Tal cosa es abiertamente inconstitucional porque, por un lado, supone que las Fuerzas Militares y la Policía no podrán cumplir con sus obligaciones y, por el otro, los civiles no tendrán la protección a la que tienen derecho. Se paraliza a las fuerzas armadas mientras que los criminales podrán seguir delinquiendo con la certeza de que no serán perseguidos. Así las cosas, no se me ocurre un acuerdo que beneficie más a los violentos.
Para que no haya duda, muy distinto sería si se hubiera pactado el compromiso del Eln de cesar sus actividades criminales. En ese caso, en el marco de un proceso de paz, tiene sentido exigir a las Fuerza Pública que no opere contra el grupo armado ilegal.
Pero no es el caso. De manera que lo pactado va en contravía de la Constitución y la orden que se de a la Fuerza Pública de no confrontar a los elenos sería abiertamente ilegal.
Finalmente, me dicen que hay tres protocolos que aterrizan lo que se ha hecho público. Lo cierto es que lo conocido hasta ahora es gaseoso, de una enorme vaguedad. Esa ausencia de concreción es alarmante, en particular, en materia de verificación, sin la cual cualquier acuerdo no es más que palabras.
En ese tema, por cierto, es muy preocupante lo que el acuerdo llama veeduría social, la idea de que, además de la Iglesia y la ONU, será la población en el territorio la que haga monitoreo y verificación de lo acordado. Pedirle a los civiles, que han sido tradicionalmente objeto de la acción criminal de los violentos, que hagan esas tareas mientras que esos criminales siguen armados y delinquiendo, solo pone en aún mayor peligro a esos civiles y resta cualquier credibilidad a su tarea. Un riesgo aún mayor si, como se ha pactado, las Fuerzas Militares y la Policía están paralizadas. Un despropósito.
Reflexión final: el acuerdo desestima las lecciones aprendidas tras 35 años de negociaciones con los violentos y renuncia a la presión militar sobre los violentos. Esa presión, no debería olvidarse, fue lo único que obligó a las Farc a una negociación seria.
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