Un político colombiano típico inicia su periplo como un vulgar manzanillo municipal, pasa luego por una alcaldía o una gobernación, le siguen un par de períodos en el congreso y, si tiene suerte, alcanza una cartera ministerial. La mayoría terminan allí o en alguno de los escalones intermedios, con más pena que gloria. Unos pocos llegan a la presidencia, maduran y, si abandonar por completo las viejas mañas, terminan convertidos en “hombres de estado”, que se han ganado un lugar en la historia del País. César Gaviria Trujillo, parece, ha decidido hacer el camino inverso, después de haber hecho un gobierno de tanta significación y alcance transformador.
Hace algunos meses, ante empresarios que lo visitaron para conocer su parecer sobre el desastre de la alcaldía de Quintero Calle en Medellín, manifestó, con una mezcla de cinismo y fanfarronería, que ese muchacho era suyo. Después se le ha visto con “su muchacho” en eventos deportivos, ataviados con camisetas de la selección Colombia. En los medios se ha hablado también de otros encuentros, digamos, más íntimos, menos públicos, quiero decir.
El apoyo de Gaviria a “su muchacho” ha sido decisivo para sabotear, con éxito hasta ahora, el avance del proceso de revocatoria. Otro de sus amigos – o será mejor decir “otro de sus muchachos” – un tal César Augusto Abreo lo tiene empantanado con vulgares subterfugios en ese escampadero de lagartos de quinta llamado Consejo Nacional Electoral.
La verdad es que el retorno de Gaviria al estercolero del manzanillismo empezó estando todavía en la presidencia, cuando mandó a la entonces Canciller Nohemí Sanín de Rubio a recorrer todos los pequeños estados insulares del Caribe para conseguirle, a punta de sonrisas y pequeñas dádivas, los votos necesarios para hacerse elegir como Secretario General de la OEA, donde estuvo diez años. Aparte de una intensa vida social en los restaurantes y bares de Washington, su única actuación memorable mientras estuvo en el alto cargo fue su complicidad con el fraude electoral en la Venezuela de Hugo Chávez.
Vuelto a Colombia se hace elegir director del Partido Liberal y corre al Palacio de Nariño para hablar con “Alvarito” y ofrecerle el apoyo del liberalismo, el mismo que lo había dejado solo en las elecciones de 2002 en las que obstinadamente sostuvo la candidatura de Horacio Serpa. El problema es que ya habían pasado casi quince años desde que “Alvarito” era el disciplinado senador que tramitaba en el congreso los proyectos de ley más complejos de su gobierno. “Alvarito” había crecido y se había hecho elegir presidente por su propio movimiento político, en ese momento el más fuerte electoralmente. El partido liberal no existe, César – le dijo “Alvarito”.
Y así nació uno de los más enconados odios de la política colombiana, odio por el que Gaviria ha casi liquidado al partido liberal, despojándolo de toda vocación de poder, y por el cual parece dispuesto a poner en riesgo la democracia y la libertad en Colombia dando su apoyo a Gustavo Petro.
Me parece increíble que, dados los antecedentes de Petro y las propuestas políticas contenidas en su autobiografía, César Gaviria Trujillo no entienda que un gobierno de aquel sería desastroso para el País. Como todavía pienso que Gaviria es un demócrata, creo que el odio contra Uribe y la más ruin codicia personal lo tienen enceguecido al punto de creer que puede controlar a Petro y al mismo tiempo satisfacer su ambición política y económica.
Afortunadamente, hoy, el “glorioso partido liberal”, es un partidito que difícilmente llega al 10% de los votos en una elección presidencial; votos estos que, por lo demás, se reparten entre dos o tres decenas de pequeños caciques que más bien poco obedecen al flamante director del liberalismo. Muy probablemente, el apoyo de Gaviria a Petro no le bastará a éste para alcanzar la presidencia, pero si será suficiente para acabar con el poco prestigio que le queda a aquel y para enviarlo de pleno derecho a la galería de la infamia política colombiana.
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