Cartas a Adela – Decimoséptima carta (17/20)

CARTAS A ADELA
CARTAS A ADELA

Llueve, y llueve violentamente… del cielo caen gotitas de vos que se estrellan violentamente contra este suelo árido. Quedan charcos de ti por todo el suelo, ¿Y qué puedo hacer? Nada, me río y sigo. Lloro un poco y me convierto en pelota o en la sonrisa de Monet.

He vuelto a disfrutar de los colores imperceptibles a los demás ojos mortales, viste, es lo bueno de tener el rostro lleno de ojos… hay uno que me recuerda a ti metida en una tetera, una especie de bermellón y turquesa con sabor a tangerina ácida ¡Qué color más hermoso! A menudo te imagino sonriendo en esa tonalidad.

He estado vagando de piedra en nube y de nube en hojarascas de poemas lunáticos, ya sabés, pensando en vos y en las chicas, recordando a mi dulce y triste Maga flotando por la habitación, cantando una de sus vetustas canciones, y a Sasha y a Sissi haciendo el amor sobre una mota de algodón ¿Será que uno sí puede vivir de los recuerdos? ¿Y cuando los recuerdos no son recuerdos sino trazos de soldaditos de plomo?

Es decir, ¿Podría recordarte a vos rodeada de aguas y dioses sobre el Mediterráneo o los Elíseos aunque no hayas estado nunca en un cubito de hielo?

Y bueno nada, yo ahí tan tierra en la arena cuando de una piedra salieron tres Zares y tras ellos un esclavo de caoba que fue torturado con espadas, con navajas y con látigos, hasta que de su corteza encarnó un hombre nuevo… una especie de súper hombre con un león tatuado en la espalda, y el homínido sin plumas nacido de la corteza se fue a caminar y a predicar la palabra del Übermensch.

Cuando se acercaba a mi, del cielo bajó un ángel y con una lanza marcó su frente, y fue condenado a caminar, pero a caminar sin tiempo y a abrazar a los caballos azotados por la crueldad humana.

De pronto me sentí muy cansado, invadido por un sueño letárgico; me recosté sobre una flor de loto y soñé con un hombre con muchos ojos y tres bocas, había otro hombre con una herida gris en el pecho y finalmente un hombre bestia, un hombre de las estepas. Los tres escribían misivas malva ferozmente y luego se convertían en un charco de letras, y de ese reguero de palabras con mermelada, sonó un tango

“Porque los maniquíes me guiñan; los semáforos me dan tres luces celestes, y las naranjas del frutero de la esquina me tiran azahares. ¡Vení!, que así, medio bailando y medio volando, me saco el melón para saludarte, te regalo una banderita, y te digo…Ya sé que estoy piantao”.

Se abrieron los cielos, y bajaste tú en una alondra. Empezás a bailar con el hombre de muchos ojos y tres bocas. Se elevaron por los aires, se callaron las aves y con el viento llegaron a las calles de un cuento gris. Se besaron apasionadamente y caíste suavemente a la tierra.

Luego el hombre del pecho herido te agarró por la cintura con indiferencia y tozudez, y te hizo suya. Vos te convertiste en lava y luego en perfume de orquídeas. Dejaste que sus manos desnudaran tus carnes, y te hizo el amor con tanta violencia que el aire se volvió denso como la verdad.

Te levantaste del suelo en una campana y antes que iluminaras la tierra con tu sonrisa quebrada, el hombre bestia, el hombre lobo te atacó con toda su furia, y pedazos de ti salían por su boca sarnosa. Todo fue oscuridad, todo fue silencio, todo fue sangre; y sin saberlo, estaba yo ahí, llorando lágrimas de vos, siendo el hombre de muchos ojos y tres bocas, el hombre con la herida en el pecho, y el lupus homicida.

No pude más que transmigrar, mutar, volverme ceniza y néctar de tristeza… un hombre de caoba destinado a vagar sin tiempo, sin memoria, un ángel maldito, una flor de loto.

Abrí los ojos, y no no hablo solamente abrir mis párpados, sino que aprendí a ver, y estaba en un mercado, y a mi lado un comerciante, un mercachifle fumando tus cabellos en una pipa de brezo, y en su puesto vendía tus partes. Tus ojos, tus manos, tu corazón, un pedacito de pan hecho con tus labios y hasta un perfume con extractos de tus sueños.

¡Qué horror! Intenté gritar, despertarme, morirme… pero estaba condenado a verte como mercancía, como aire que se escapa, entonces no pude reprimir las horribles lágrimas de alquitrán que comenzaron a carcomer mi piel hasta convertirme en hormiga, mientras el mercachifle me zampó un pisotón hasta ser nada… era yo, ahí, ¡Era nada!

Desperté con mis tres bocas cocidas y mis muchos ojos sin lagrimales, y seguí caminando por ese desierto maldito; granitos de horas se metían en las orejas y yo te veía a vos en un oasis de piedra caliza, hecha una virgen de rosas, rodeada de ruiseñores, tan muerta como el yeso, tan viva como una alfaguara y me recosté en tus brazos, bebí de tus labios, hasta caer en una profunda y vivaz narcosis.

Entonces sobre una nube de opio, poetas y mariposas luchaban en una feroz batalla, mientras mesalinas y la muerte escribían cartas que mandaban en forma de aire a los habitantes de la tierra, que se convertían, unos en flores y otros en agüita. También había milicos sin medallas bailando sobre ágatas y cornalinas, a la vez que los pintores retrataban su basca en la punta de un alfiler.

En una mesa, los perros jugaban a ser gatos, los gatos cuadros y los ratones a vestir con bombín mientras tocaban en trombón, para que los cirqueros tuvieran la cabeza hecha de yerba y molasses, y se metieran en la barriga de los leones.

A lo lejos se veía una bola de piedra que flotaba y se fue expandiendo hasta quedar casi plana, y se irguieron edificios y oficinas, cafés y peceras, se llenó de gente y estas personas construían barcazas de papel para poder ir de lado a lado… era la ciudad, esa, mi ciudad, tan extraña, tan mágica, tan destrozada… con tan buenos aires. La ciudad había renacido.

Entonces desperté. Ya no me apretaba contra tu seno.

Cuando sentí que me podía parar y continuar perdido en ese paraíso de la nada, mi espeso pelaje se empezó a caer, intenté arrancármelo, pero ya no tenía garras. Quise ver mil colores, pero ahora solo distinguía los de una persona común; quise interrogar al pasado, pero solo tenía una boca; intenté que no me importara, pero en mi pecho había cicatrizado la herida gris.

Volvía lentamente a ser yo. Ya no era esa bestia, ni ese extranjero, ni esa náusea… pero tampoco era mi viejo yo… era mi nuevo yo… era tan yo que me avergonzaba estar feliz de ser yo, y ya no estaba en el desierto, había llegado a Montevideo.

Mi amor, no sé por qué pero te siento tan cerca, tan en la esquina, tan detrás de un as o de un limonar. Hoy soy tan reflejo de tu boca que siento que me invocas en un suspiro.

Creo que estoy soñando nuevamente, con vos, sueño que me acoges en tu costado envolviéndote en mí, enroscándote en mis barbas y riendo como si fueras el mismo Céfiro.

Llueve, y llueve violentamente…

No tardo mucho, ya este viaje hacia tus piernas de miel termina. Ya llego. Ya no necesito rosas de cartón. Te amo.


Todas las columnas del autor en este enlace: César Augusto Betancourt Restrepo


César Augusto Betancourt Restrepo

Soy profesional en Comunicación y Relaciones Corporativas, Máster en Comunicación Política y Empresarial. Defensor del sentido común, activista político y ciclista amateur enamorado de Medellín.

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