Cartas a Adela – Decimoctava carta (18/20)

CARTAS A ADELA
CARTAS A ADELA

Me encontraba ahí frente a un vaso de fernet, perdido entre hipérboles y palabras, metáforas y las memorias de un arrabalero que le cantaba a un gaucho que recordaba siete vidas en las que había amado a una mujer vestida de orquídeas y besos de cerezas que olían a cerveza.

Y nada, yo ahí tan metido en un circunloquio de recuerdos pro-nihilistas, mordiendo palabras, despedazando sílabas, pintando tiempos, martillando consonantes y crucificando vocales, mientras los clientes se deformaban y se metían en el papel tapiz de las paredes del bar, cuando de la nada, o del todo, entró una sombra que parecía el roce de tus labios sobre mi cuerpo desnudo.

No pude más que sentir tu cuerpo en mi memoria, viste… era como si con tus uñas deshilaras mi piel y te metieras tan dentro de mí que me convertí en cenizas… tu fuego me quemó hasta el corazón y los banderines de ciruelas bermellón parecían luceritos en las estrellas.

Fue un destello de luces. Mi cuerpo en llamas y mi cordura en una gota de agua; todo tan sinsentido, todo tan hermoso como la revolución en la plaza de Mayo, tan revolucionario como un circo en el Rosedal, tan rosa como una alondra.

¡Ya ves! ¡Me pierdo en la brisa de la locura mientras recuerdo tan solo un segundo de tu cuerpo!

Apuré de un sorbo el fernet y antes de beber la última gota, frente a mi aparecieron tres locos tan erráticos como un botón o un trombón tocando a un ratón… y los locos de atar me cortaron las alas pero no se comieron mis dedos, entonces me puse a escribir sobre la mesa y las paredes, hablaba de vos, de Maga, de Sasha, de Sissi, del gato y mi barcaza de papel y de una nación celeste.

Los tres locos leían con atención toda la tinta que salía de mis dedos, intercambiaban opiniones entre ellos, murmuraban a los gritos y entonces, se empezaron a comer las palabras ¡Se comían las palabras! Al comienzo dudaron, pero se iban comiendo letra por letra, lentamente y no dejaban tilde por fuera de su voraz apetito. Vi como destrozaban tu nombre entre sus dientes, como despedazaban a mi Maga y se tragaban a Sasha mientras condimentaban a Sissi. Fue tormentosamente cruel, despiadadamente angustioso. Desesperanzador.

Y no lo pude evitar querida… me puse a llorar ¿Dónde estabas? Necesitaba recostarme sobre tu regazo y fundirme con tu costado. Sentía la necesidad de ti más grande de este mundo de baba… yo tan hecho cenizas y sin alas rogando al bar por vos, mientras los locos se comían mis recuerdos, mis emociones, mis miedos.

Pasó el tiempo tan derretido que sentí dos vidas idas en un reloj de arena, y esos tres asesinos de palabras se recostaron tan satisfechos que sin hacer sonido alguno se fueron retirando tan lúgubres que quise asesinarlos, quise matarlos, quise hacerlos pedazos.

Grité tan fuerte que quedé aturdido y salí tras ellos. Estábamos ahí los cuatro, dispuestos a matarnos todos por unos tinteros borrachos de tinta y mi alma en misivas malva. Todo fue como un flash back, me agarraron entre los tres y me recagaron a trompadas, pero entonces de mis lágrimas salió ella, la mujer bestia, salió Sissi, y de mi sangre se formó la mujer extranjera, Sasha, y del eco de mi voz surgió mi Maga.

¡Eran las tres! ¡Eran ellas! Y se lanzaron contra los locos de atar destrozando sus cuerpos y sus huesos, destriparon sus entrañas y entonces eran ellas, con sangre en las manos, ¡Mierda! ¡Cometieron un crimen! Entonces Maga se acercó a mi oído y me dijo “calmer mon amour, hemos matado un recuerdo”.

Sus palabras fueron como un retumbo, un retintín, una reverberación por el tiempo y el espacio, por la tierra y el fuego. El mundo se convirtió en una gota de agua y semen… perdí noción de la estética, de las figuras, ante mí reconocía voces pero no formas.

Escuché risas gráciles, las risas de las chicas; risas que se alejaban y regresaban irregularmente. Eran risas cóncavas, convexas, multiformes, multicolores, y sin verlas las vi.

“Ve por ella chérie, ve y vuela. Mirá vos, ya tenés alas”. Era una voz feliz, una voz cargada de París.

“Amala, dale tanto calor que jamás sepa que el corazón se enfría”. Era una voz cálida.

“Muérete por ella, para jamás se entere que existe la muerte”. Era una voz dulce.

Abrí los ojos y estaba yo ahí, frente a la última gota de fernet, perdido entre voces, sonidos, risas y llantos ¿Fue todo un sueño? Los clientes por ahí, como almas perdidas en divanes y lienzos. Había un Dalí y una Magdala, había un cucarrón gigante y un filósofo en un alambique, putas y reyes, paladines y percheros con corbatas de seda.

Salí del bar, salí de las calles, salí de Montevideo. Voy por vos, querida.

Este viaje está llegando a su final.


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César Augusto Betancourt Restrepo

Soy profesional en Comunicación y Relaciones Corporativas, Máster en Comunicación Política y Empresarial. Defensor del sentido común, activista político y ciclista amateur enamorado de Medellín.

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