Carta para una juventud degenerada

Degenerada no es el nombre. Incrédula, hedonista, incapaz. Se trata, para el mejor entendimiento de este artículo y para que vayamos descomponiendo la cuestión, de aquel estado anímico producto de la crianza en la plácida burbuja burguesa de un hogar cualquiera en la ciudad de Medellín.

Voy a comenzar aclarando a quiénes me dirijo: Al carácter genérico de una juventud a la que no ha importado otra cosa que el placer y su egoísmo. Hablo a los que vegetan complacidos en el salario miserable de sus padres y a quienes ha mimado la vida concediendo el don lustroso de la indiferencia y la bobada.

Nosotros, queridos míos, hemos sido coautores de la mediocre pantomima Colombiana. Mantenemos una aquiescencia cómplice con un mundo que casi se desmorona ante nosotros.

Hay que remontarse a los primeros años universitarios para lograr comprender la honda reticencia que experimentamos hacia el mezquino mundo del poder, y el origen de aquella idea anclada en la sensibilidad misma de la época, según la cual nada importa mucho. Entonces sucede el espejismo, y el otro – el que sufre- se disuelve.

Solo una muy bien acomodada serie de frustraciones en la vida termina nuevamente por arrojar el cable a tierra. Y hay que confesarlo: es un proceso que la mayoría de nosotros no hemos conquistado.

Lo cierto es que ni entonces ni todavía nos ha sido posible comprender que las decisiones cotidianas sobre las cosas inmediatas –Cuerpo, fertilidad, alimento-  están en las manos de aquellos que elegimos para que nos gobiernen, y que pueden terminar de jodernos la vida si así lo permitimos.

Pero surge de inmediato una pregunta: ¿Por qué habría de hacer algo aquel a quien poco importa nada? Porque esta vez no se encuentra en juego cualquier cosa. Se trata de saber si Colombia puede salir de la guerra o se dirige inexorablemente  rumbo a una barbarie que la historia reciente no ha conocido, y de la que es posible que no salga nunca.

Cada uno puede y debe vivir como quiera, y mal que bien hemos sido afortunados. La mayoría no conoce la guerra sino por el relato monótono de la telenovela o en el cine. Por eso es comprensible que frente a una escena política tan ruin, que oscila entre el espectáculo y el fetiche, la respuesta sea la sumisión en una indiferencia plácida y ociosa.

Pero la intención que subyace a este artículo es el deseo genuino de que algún día podamos recuperar la esperanza. La generación que nos precede, es evidente, se perdió para la historia. La carencia de identidad como pueblo, junto a elementos como la guerra permanente, la inestabilidad constitucional, Pablo Escobar y el creciente mito del American Life es a lo que hoy nos enfrentamos. Debemos construir un proyecto nacional, no sólo político, sino sobre todo antropológico. Aquí necesitamos preguntarnos, en el fondo, una sola cosa: Quiénes somos.

Hay mucho trabajo por hacer. Ante todo hay que formarse, entender la relación que tiene cada uno con su historia. Es necesario respetar la vida y actuar en consecuencia. Incluso hay que votar, y hacerlo bien.

Y más vale que no actuemos sólo el día en que se vea violentada nuestra exigua zona de confort.

 

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