Cuando La Plaga azotó a Inglaterra, entre 1665 y 1667, las universidades enviaron los alumnos a sus pueblos de origen. Un estudiante, de 23 años, con el primer cartón de grado de Cambridge, regresó a casa.
Condenado al ocio, se recostó sobre el tronco de un árbol. Y cayó una manzana. En una «pereciada» de ese prófugo de la calamidad, Isaac Newton, se unificaron las leyes de la física y la matemática; se abrazaron Galileo, Copérnico, Tycho y Kepler. Surgió la idea de la gravitación universal.
La imagen de un científico -o cualquier fulano- con un espartillo entre dientes, tirado en el pasto y contemplando el infinito, hoy es abominable. La improductividad no cabe en el pensamiento del hombre contemporáneo.
La pereza dejó de ser pecado capital para convertirse en algo mucho más censurable: un pecado contra el capital.
En la misma isla de la manzana aquella, tres siglos después (1953), un viejo regordete, Winston Churchill, salió con una propuesta que parecía delatar asomos de senilidad: Proporcionarle al trabajador algo que no había tenido nunca: tiempo libre.
Aunque los términos ocio y pereza no son sinónimos, representan los momentos en que el ser humano no produce bienes de consumo comercial. La Asociación Internacional de Recreación popularizó la «Carta del Ocio» (Suiza, 1970), que reconoce tal actividad (¿o inactividad?) como «un derecho básico del ser humano».
Y, como derecho, el ocio va ligado a un deber: el de aburrirse.
Imposible precisar si Dios creó al Hombre para evadir el tedio de la Eternidad. No obstante, la aparición de Eva revela que Él fue el primer padre que se preocupó al ver a un hijo aburrido.
Nada tan hermoso como el diálogo entre un niño -en un aeropuerto, tal vez- y una tapa de gaseosa, mientras sus padres leen la prensa y esperan un llamado por altoparlante. Un pedazo de metal estriado se convierte en caballero, príncipe o astronauta. (Uno de mis personajes favoritos del cine es Wilson, un balón, el mejor amigo de Chuck Nolan -Tom Hanks-; en la película Náufrago, de Robert Zemeckis).
El miedo al aburrimiento es el mismo miedo a la soledad. «Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo entre la multitud atareada», dijo el poeta Baudelaire.
Por eso los padres de hoy, a imagen y semejanza de Dios, no permiten que sus hijos se aburran: tele, Wii y PlayStation en ON (y cerebro en OFF). ¿Vacaciones? ¡Enciendan las alarmas!: que el niño jamás se encuentre consigo mismo.
El aburrimiento lleva a la búsqueda. La búsqueda a la pregunta. La pregunta al pensamiento.
Recrear (en especial si se trata de niños) no es simplemente entretener, es volver a crear.
Al Edén nos lanzaron con las manos vacías? y la cabeza llena: ahí está todo. Entre la manzana de Newton (de Eva, de Guillermo Tell) y la de Macintosh, me quedo con la primera.
No lo dejo de repetir: abúrranse, hijitos, la vida es muy corta para pasarla ocupados.
Tomado de: El Colombiano
Comentar