“¿Por qué mirás así
y no confiás a mí
tus hondos pensamientos?
Si vos sabés que yo
te supe comprender
en todos los momentos.
No quiero que ocultes
ni dudas, ni rencor,
que puedan deshacer
nuestro amor.
¿Por qué mirás así,
haciéndome sufrir,
y castigas mi alma?”
Entre tu amor y mi amor (Tango de la orquesta de Alfredo De Angelis)
El cielo era denso, no sabría cómo pintarlo sobre el papel, eran puras motitas mora azul masticadas y escupidas por los indignos de ser llamados gentes por el capitalismo. Cada letra de esta retórica encarnación de los sentimientos humanos contiene una canción, sea un son, un tango, una salsa del centro o simplemente un concierto de Chopin en el metropolitano. Mi nombre es Lala la Roja, sé que parece muy personal esto que escribo, pero realmente es muy impersonal ¡Con tantas historias en esta ciudad la mía es un excremento más de lagartija!
Me gusta mucho usar faldas, entre más cortas para mí, más siento el aire correr libremente entre mis piernas y las tuyas. Básicamente me defino como una indefinida e incomprendida entre mi mamá y una jauría de leones con cuerpo de ratas de la ciudad.
Estoy en grado nueve y lo que más me gusta de ir al colegio es que mi boca todos los días se coge a los lapiceros de colores y así todos me quieren coger, en especial el representante de padres del colegio, él y sus canas me peinan las extremidades con sus ojos y sus pétalos secos color plateado, a esto lo llamo: lo bello y perfecto desde lo simple.
El jumper del colegio es una “faldita roja”, con una camisa blanca manga larga y unas medias blancas con zapatos rojos. Parezco un monaguillo navideño todos los días del año, pero a veces tiene su ventaja. Salgo del colegio a las 6:30 de la tarde; y me gusta caminar como bailadito por esta ciudad rodeada de guayacanes amarillos y muchos canarios.
Luego de las seis y media de la tarde, siempre he considerado una hora muy romántica, muy tenue para los nidos de tórtolas, sinsontes y canarios que los han dejado salir de la jaula y se empotran a mirar muchachitas con “falditas rojas” y “zapatitos rojos”. Siempre he pensado que donde la mamá canario supiera que están cantando entre los árboles, jalándose las patas para conseguir volar, muy seguramente esta ciudad no tendría tantos pichones sobre los árboles buscando las migajas tóxicas de pan.
Como al principio, era de esos días mora-azul y ahí estaba él, sin poder saber su nombre, lo bautice junto a mi imaginación ya que tenía cara de “Gustavo”, pues estaba siempre parado ahí mirándome con esa cara de retrasado sexual. Llevaba una camisa verde y un pantalón de dril gris y zapatos de constructor de obra. Siempre salía de su tienda de ropa a la misma hora que salía del colegio. Estaba ahí parado al lado de uno de sus maniquíes desnudos, se me quedaba viendo mientras le tocaba los senos a esa mujer de cera y cuando sabía que había conseguido mi atención, bajaba su mano hacia la terminación de la cadera del maniquí, para hacer unos movimientos circulares con sus dedos gruesos y feos. Yo solo podía observar e imaginar ¿Que carajos hace este tipo en la intimidad de su habitación? y me preguntaba ¿Cuántas veces habría sido suya?
Siempre me gustaba pasar por esa tienda de ropa y ver a “Gustavo” recrear nuestro encuentro sexual imaginario, era delicioso pasar por ahí y ver como se le ponía el cuello y la frente roja. Con solo oler mi colonia para bebes, se le brotaba la frente como se brotan las palomas cuando se acercan las ratas. Así se me iba la semana entre lapiceros, jumper, “Gustavo” y la tinta.
Luego, con todo esto y sin más preámbulo es importante hablar de Ramiro, él tiene la misma edad que yo y es mi compañero de experimentos. Ramiro y yo tenemos un pacto, desde la primera vez que nuestra ropa tuvo sexo le dije que no podía mirarme la boca ¡Que no lo hiciera jamás! Ramiro respeta era muy respetuoso y por eso me gustaba.
El sábado fue extraño, solo podía pensar en “Gustavo” y sus maniquíes en la tienda de ropa y pensé que quería ser esa maniquí de cera. Esa tarde mi abuela me obligó a que la acompañara a la misa, fui con la resignación propia cuando lo levantan a uno a los 15 años y ahí lo vi, era el hombre de los maniquíes: ¡Gustavo!
De inmediato, se me aceleró el corazón, él estaba en la fila de adelante, a solo 10 baldosas de mi corazón, porque inmediatamente volteo para atrás, nos miramos y comprendí el gran esfuerzo que hizo con las manos para no contarle a su mamá que estaba al lado de él, como cuando lo observé en los maniquíes de la tienda de ropa.
Después, había pasado todo tan rápido y ya estaban dando la comunión; ahí mismo él se paró a hacer la fila y yo decidí llegar al momento de recibir la comunión y el espíritu santo. Me hice atrás de dos señoras y luego estaba él, podía verle las entradas desde ahí y un lunar en la punta de la oreja; ¡Ello se me hizo alucinante, todo fue tan rápido, porque se difuminó como un vitral sin luz por las puertas de la iglesia!
Esa noche cuando llegué a mi casa pensé en lo mucho que quería y deseaba a “Gustavo”. Seguido a ello entendí que debía llamar a Ramiro para terminar definitivamente con él; una vez se lo dije, solo hubo silencio y se cortó la llamada. Todo lo que pasaba por mi mente, transcurría como el viento libre que me hacía feliz.
Luego al lunes, fui al colegio y no pude concentrarme con la rutina habitual. Solo pensaba que, cuando serían las 6:30; el tiempo pasó lento, lento, lento, pero después mi corazón engendró taquicardias profundas y punzantes desde que me levanté.
Una vez me levanté, gritó la profesora, y yo solo pude dirigirme a consumar mi destino y ahí estaba ese maldito cielo mora azul, aunque no tenía tiempo para fijarme en ese montón de chicles. Aún así lo hice, pero fue algo automático y deprimente a la vez. Entré a la tienda, cogí a los maniquíes y los tiré contra la calle. De inmediato, Gustavo me miró y tomó mi mano y dijo entre dientes y susurros “¿Qué haces niñita?”. En ese instante, solo lo miré, saqué mi lapicero del jumper y comencé a jugar con él.
Después de todo, Gustavo me llevó a un cuarto lleno de telas, olía a bolsa negra; me sentó en un banquito de madera junto a una mesa que parecía la cama nupcial de la máquina de coser. Me encontraba extasiada, pues era mi mundo mora azul; eran las seis y media de la tarde, donde por primera vez una piel tocaba mi piel sin que nadie las separara. A Gustavo le brotaban los ojos, parecía que todas sus venas querían atravesar el color miel de sus ventanas y a mí se me quería salir el corazón. Lo miré y solo se me ocurrió preguntarle: “¿Cuál es tu nombre?”. De inmediato, cogió un recorte de tela terciopelo y la metió en mi boca fuertemente. ¡Aunque no lo crean ello era lo único inocente que quedaba en mí!
Finalmente, todo acabo. “Gustavo” me sacó bruscamente de su almacén y me dijo: “¡No vuelvas por aquí pequeña niña!”. Él recogió sus maniquíes, los entró, los miró y sutilmente los acarició. Ahí pude ver el gran sentimiento de amor y cuidado que tenía por sus pedazos de cera, pues nunca me acarició como lo hizo con ellos y solo pude pensar reiteradamente: “No sé su nombre; son las 6:40 pm, ya oscureció y jamás volveré a soltar tinta roja por mi párvulo deseo, pues aquella tinta se secó en aquellos retazos de tela que adornan los maniquíes de aquella tienda”.
Luego de vivir esta realidad, únicamente consideré escuchar el tango de Carlos Di Sarli y su Orquesta Típica, con el cantor Horacio Casares que, reza lo siguiente:
“Hasta siempre, amor,
pasarás de otro brazo
y dolerá el fracaso
igual que hoy.
Hasta siempre, amor,
corazón como el mío,
que compartió tu hastío,
no encontrarás.
Y entre la gente buscarás
la mano amiga que te di
y sólo así comprenderás
que por quererte te perdí.
Hasta siempre, amor,
pasarás de otro brazo
y dolerá el fracaso
igual, igual que hoy.
Hoy me sangra el recuerdo
como una espina nueva
del corazón.
Hasta siempre, amor,
cuando sueñes conmigo
en las noches de frío
ya no estaré.
Y no me llames, si me ves
a mí también con otro amor,
porque es inútil esperar
si la esperanza ya murió.
Hasta siempre, amor,
pasarás de otro brazo
y dolerá el fracaso
igual, igual que hoy”.