He sido un fervoroso defensor de los acuerdos de Paz entre el gobierno Santos y las Farc. Creo en la solución política, pacifica, de los conflictos. No deja de ser una desgracia, empotrada en la conciencia nacional, el recuento de la violencia que desde la mal llamada conquista española marcó el devenir del país. Todavía sin haber logrado desterrar a los invasores del territorio de la Nueva Granada, los patriotas se enfrascaron en una lucha fratricida durante más de cinco años dando lugar a la “la patria boba” alrededor de temas relevantes como el centralismo o el federalismo, pero desgastadores cuando el enemigo se resistía a reconocer el grito de independencia criollo. Esa manera violenta de resolver los conflictos propios siguió entre ejércitos de las elites regionales hasta la guerra de los mil días, a comienzos del siglo veinte. Luego la violencia interna tomó ribetes de confrontación partidista entre liberales y conservadores, salpicada por acciones violentas de empresas extranjeras como las bananeras contra los trabajadores. Ocurre el asesinato de Gaitán, se recrudece la intemperancia que las elites buscan resolver por la vía del Frente Nacional, dando lugar a la aparición de los movimientos guerrilleros soportados en la exclusión política, la pobreza y la inequidad, pero degradados por la influencia del narcotráfico y otras rentas ilegales. Hasta hoy en día.
Lograr la desmovilización de las Farc después de 60 años de su existencia y cerca de 10 intentos oficiales de negociación por parte de distintos gobiernos, siempre terminados en frustración, es un hito histórico. Los farianos implantaron su impronta en el devenir nacional. En los últimos 20 años, la invocación de su nombre inclinó la balanza de los resultados electorales para la presidencia de la república, para bien o para mal. Andrés Pastrana se recuperó para la segunda vuelta al enarbolar la foto esperanzadora de la paz con Manuel Marulanda, vino la debacle del Caguan y aparece Álvaro Uribe, el hombre de la mano dura, discurso que le permite la reelección; Santos aparece como su continuador, gana, y con la promesa de negociar la paz, se hace reelegir. En el 2018 el país volverá a decidir entre la continuidad de lo logrado en este campo, o volver atrás. Y la sombra fariana, ahí.
Pero el fervor con el que saludamos los acuerdos de la Habana, comienza a declinar. Va a desaparecer la sigla Farc-EP en los reportes de los medios sobre el conflicto armado, pero las causas estructurales y circunstancias de ese conflicto van a persistir. Los acuerdos logrados alrededor de los seis puntos de la agenda, se cumplirán parcialmente, con la complacencia de los firmantes y de la sociedad. Seguirá su rumbo el país descrito por William Ospina “han tenido por 150 años el país en sus manos, y somos el cuarto país más desigual del planeta, después de Suráfrica, Haití y Honduras…Hace setenta años utilizan la guerra para algo que no es mejorar el país. ¿Hoy qué pueden mostrar? Estamos sin agricultura, sin industria, sin trabajo, con una educación que no entiende lo que lee, con una salud de limosna, sin seguridad, sin futuro, en manos de una dirigencia que gasta todos los recursos en reelegirse, y que tiene el presupuesto lleno de venas rotas de corrupción por las que se va nuestra sangre.”
La voracidad de la elite no va a desaparecer para darle paso a un país más amable e incluyente. La brecha entre los más ricos y pobres no aflojará. Puede que baje la corrupción y mejore la participación política y social, pero persistirán las estructuras y motivaciones que llevaron al analista James Robinson a pregonar el “derrumbe parcial” del Estado colombiano, para explicar sus dudas sobre los alcances de los acuerdos de paz ratificados en el Teatro Colon. “la clave del conflicto es la deficiencia del Estado, su ‘derrumbe parcial’: el ‘elefante en la habitación’ del conflicto colombiano es la forma como el Estado se organiza y funciona –o no funciona–… arreglar el ‘derrumbe parcial’ no es fácil. Es un reto político. (…) Mucha gente en Colombia se beneficia del ‘derrumbe parcial’. Por esto es tan difícil que cambie… por ejemplo, ¿por qué un Estado colombiano (…) sería capaz de implementar un ‘desarrollo rural comprehensivo’ cuando ha fallado en hacerlo por décadas? ¿Lo logrará solo pasando más leyes? Pues no se puede confiar”.
Como el dicho lampedusiano, cambiar las cosas para que todo siga igual. A la dirigencia le falta voluntad, compromiso y solidaridad. La renta por delante. La mejor muestra es la última: lo ocurrido con el proyecto “ley de tierras”, atacado desde la derecha y desde la izquierda. Sus metas son ambiciosas: entre otras, formalizar 7 millones de hectáreas en cabeza de quienes las están trabajando, que en 10 años no haya un solo campesino informal (El 60% de la tierra cultivable del país se encuentra informal y 800.000 hogares campesinos no tienen tierra, el 53% de las personas dedicadas a labores agropecuarias). Es lógico presumir que el proyecto pretende desarrollar el primer punto de la agenda acordada entre el gobierno y las Farc. La derecha se parapetó en un supuesto peligro del derecho a la propiedad, para reclamar que era mejor dejar las cosas como están: el 1% de los propietarios, es dueño del 50% de la tierra en el país. Este domingo el gobierno cedió ante la presión gremial y notificó que “no habrá expropiación administrativa en la ley de tierras”.
La paradoja de la actual discusión la esboza Héctor Riveros en la Silla Vacía: “Colombia tiene uno de los regímenes jurídicos más progresistas en materia de derecho de propiedad: la define como una función social lo que ha permitido desarrollar la extinción del dominio, permite la expropiación por interés social o utilidad pública, autoriza que la expropiación se haga por vía administrativa y que la indemnización no sea plena, sino que se calcule de acuerdo con los intereses de ´la comunidad y del afectado´”.
Si hubiera voluntad, el gran problema de la tierra en Colombia, vinculado al conflicto armado, se habría resuelto hace mucho rato, sin enredar al país en discusiones que terminan bizantinas porque las nuevas leyes son para reiterar lo dicho por decretos y leyes existentes décadas atrás, pero incumplidos. O para retroceder.
Esta columna es elaborada por un miembro de IBSER.