Ninguna muerte es deseable. Sí lo son sus circunstancias. Hubiera querido verlos irse en la Patria que amaron y engrandecieron, acompañados por todos los que hoy están ausentes, rodeados de la felicidad que conocieran hasta que su Patria se extraviara en la deriva del rencor y del odio. Dios nos ayuda a lograrlo.
Judith Shaper y Alberto Rodríguez Barrera, in memoriam
Llevo en el corazón una maravillosa malagueña, grabada por mi esposa hace más de cuarenta años, que son los que llevamos de matrimonio. Cuando nos conocimos, un 8 de febrero de 1978, y me entonó toda una noche de canciones sentados en un pequeño embarcadero de un roquerío situado frente a Playa Colorada, mientras los delfines se asomaban como a escucharla dejando estelas luminiscentes tras su paso, las estrellas titilaban detrás de los montes de Cumaná y el Caribe nos acariciaba en toda su mansedumbre, me conmovió con ella hasta las lágrimas: «Pusieron preso a tu marido, Guillermina, pusieron preso a tu marido Guillermina, y se lo llevaron para una fuerte prisión. Y como Guillermina quería tanto a su marido, fue a la cárcel a cantarle una canción: Murió mi madre, yo estaba ausente, yo ausente estaba, yo no la vi. Pero me dijo mi padre que en su agonía de muerte, alzó su mano y me bendijo a mi. Niña que bordas la blanca tela, niña que tejes en tu telar, bórdame el mapa de Venezuela, y un pañuelito, para llorar. Y un pañuelito, para llorar.»
Profundamente afectados por las tiranías que han moldeado nuestro carácter, por las prisiones que sobrellevan los nuestros y por las muertes que hemos sufrido en obligada ausencia, esa letra nos sigue golpeando la conciencia, pues trasciende el tiempo y el espacio y nos continúa definiendo existencialmente a los venezolanos de bien. Ayer la tuve en mi conciencia mientras acompañaba el velatorio de dos seres amados, cercanos, entrañables, que entraron a nuestras vidas para no irse jamás. Venezolanos de esa enjundia, esa integridad y ese talante antiguo que ya desaparece, comprometidos hasta su último suspiro con un país del que jamás pensaron escapar y al que le dieron todos sus esfuerzos.
Las circunstancias se confabularon para que su partida fuera particularmente dolorosa. Nuestra amada e inolvidable amiga Judith Schaper, «la Catira», murió en absoluta soledad, a pocas horas de que su única hija regresara a Europa, luego de venir a acompañarla en su penosa enfermedad. «Murió mi madre, yo estaba ausente». Otros han hecho un perfil de sus importantes aportes a la cultura musical del país y su infatigable esfuerzo, junto a sus amigas Carmen Ramia y María Teresa Castillo, por hacer de El Ateneo de Caracas, una capital de la cultura musical no sólo de nuestro país sino de nuestro continente. Y haber puesto su vida y su aliento al servicio del crecimiento espiritual y artístico de quienes estuvieron cerca de ella. Hubiera merecido todo el amor y todos los reconocimientos, todas las condecoraciones y todos los cargos por haber logrado distinguirnos en el mundo como un país dotado de maravillosas aptitudes artísticas, especialmente musicales, y generoso con los grandes artistas populares de América y Europa. Después de una vida de la que pudo sentirse orgullosa, tuvo que morir en la soledad de una tiranía abyecta, criminal y desalmada. Muchos de los que ella acogió y ayudó a difundir, no estuvieron en sus funerales. Desterrados por la tiranía o distantes, pues pertenecen a la corte del tirano.
Y como si hubieran decidido irse juntos por compartir tantas cosas bellas y nobles, se nos fue también ayer Alberto Rodríguez Barrera. Figura del arte y de las letras, del periodismo y el espectáculo, el «Chino» Rodríguez, como lo llamábamos sus amigos, sembró una huella profunda en nuestra Venezuela. Hijo de Valmore Rodríguez, la segunda figura en importancia histórica de Acción Democrática junto a Rómulo Betancourt, nació en Santiago de Chile, en donde vivera sus primeros años junto a sus padres, exiliados de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez. Tan entrañable fueron la política y la música en sus vidas, que una de sus hermanas, Rosita, se casó con Alfredo Sánchez Luna, nuestro gran e inolvidable Alfredo Sadel. Su hermano menor, Rómulo Rodríguez, fue uno de los más importantes y destacados periodista del espectáculo. Mi familia y la suya selló un profundo lazo de amistad con él y los suyos, particularmente con su sobrino Alfredo Sánchez, Neko, y sus hijos. Se nos iba un pedazo de nuestra propia familia.
Ninguna muerte es deseable. Sí lo son sus circunstancias. Hubiera querido verlos irse en la Patria que amaron y engrandecieron, acompañados por todos los que hoy están ausentes, rodeados de la felicidad que conocieran hasta que su Patria se extraviara en la deriva del rencor y el odio. Dios nos ayuda a lograrlo.