El colibrí reparte ochos con la rapidez que su metabolismo le permite. Los ochos que forman sus alas son los faldeos simultáneos de una bailarina de bambuco a su pareja la flor; y el sombrero que traspasa a sus pertenencias, objeto de sus ardores, es el polen de la dicha, al que todos los estigmas extienden sus bocas como la del bebé al pecho, a la tetilla de su madre. Si el apetito lo arroja al aguacero, su menudo cuerpo recibe las pesadas gotas de agua que amortigua con el lomo, la cabeza o las alas. Su larga e imperceptible lengua bífida, que mete al fondo de las flores, es un pitillo de néctar, ansiosa absorbente de jugos y aceites, bebedora incansable de la vida que da vida con su sencilla existencia. Y dormido, el colibrí se recoge como una pelotica felpuda, apuntando al cielo con su jeringa de procreación. Cabría en la palma de la mano, si esta le ofrece la concavidad y los muros de un nido, y no los plaguicidas, el monocultivo ni los amuletos en que los transmutan para los amarres de los vil y penosamente enamorados.
Fotografía: Rossy Rivera de Pozo
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