Tengo una infancia atragantada, una ciudad atravesada como un puñal que se quedó incrustado entre mis huesos y mis pensamientos.
Papá nos llevaba de barrio en barrio buscando siempre una vida mejor, pero no durábamos mucho, siempre volvíamos a buscar de nuevo; las últimas casas -por fin- todas fueron en Itagüí pero de ese pueblo yo no quiero hablar. Parecíamos gitanos. Muchas veces mamá hacía la cuenta de todas las casas en que habíamos vivido y siempre hallábamos que nunca eran menos de veinte. En una de esas aventuras a papá le dio por llevarnos a Bogotá y con esa decisión comenzaron los laberintos de nuestra existencia.
Tengo tres años, en este punto sucede el primer atisbo de mi conciencia. Voy en un autobús, es de noche, estoy sentado al lado de la ventanilla, veo la oscuridad de la noche como choreándose por la velocidad entre claros y oscuros de árboles que se suceden rápidamente. A mi lado está una señora y un señor totalmente extraños para mí, eran mis tíos, pero como saberlo. Me llevan de regreso a Medellín porque estaba muy enfermo. No resistí el frío de la capital. Me han separado de mi familia. A pesar de mi corta edad yo no entiendo, pero ya “pienso”. Es un recuerdo que no me abandona, este episodio lo he contado mil veces y de múltiples formas, es la memoria fijada sin tiempo ni espacio de un niño que se marcha y que es condenado así a la soledad. Tampoco es una tragedia, ni nada extraordinario, simplemente fue y no se va.
Comienzo de la soledad. En el barrio 12 de Octubre estoy sentado en la parte superior de un barranco, hay un caminito. Aún tengo lo tres años, o quizá ya cuatro, no sé. Siempre todas las tardes estoy sentado esperando que por ese caminito aparezca mi madre, también espero a mi padre y a mis hermanos, pero ese niño sólo estaba pensando en su mamá. Fueron muchas tardes, por fin en alguna de ellas aparecieron. Mientras otros niños jugaban, yo adquirí la costumbre de quedarme quieto y ponerme a “pensar”.
Luego en ese mismo lugar ingresé a la escuela León de Greiff. Siempre me gustó ese nombre, desde que lo escuché. Mucho tiempo después, supe del poeta que tanto admiro hoy, y me alegré más por haberme entusiasmado desde niño con aquel nombre tan esplendido.
Nos movíamos tanto, que el kínder, el primer año de escuela, y el segundo los hice en tres instituciones distintas, ¡no me asombra ahora, como si fuera un eterno retorno, que cada dos o tres años me hastíe la estabilidad.
Estoy en una cancha inmensa, es el recreo de la escuela, muchos niños grandes y pequeños corretean sin parar, el día está soleado, yo me quedo quieto en un esquina, los contemplo y me contemplo, allí tengo una reflexión, ¿por qué todos ellos no se detienen un momento? ¿Tan sólo se mueven, arrebatados con un impulso de no acabar? Más bien pienso, o ¿qué hago yo quieto sin moverme observándoles? Sé que no lo pensaba con estas palabras que acabo de escribir pero sí sé que esto era lo que estaba pensando, yo niño enclenque de segundo de primaria en lugar de estar jugando como los niños sanos me pongo a pensar; ya no tenía remedio.
No hay forma de terminar el año allí. Nos vamos para un nuevo barrio: Aures. Hay que volver a buscar escuela a los niños, que triste para mamá tanto ajetreo. La culpa no es de mi padre, sino de la sociedad que nos tocó vivir, de nuestro descalabrado país.
Mi abuelo era campesino, bravo, aguerrido, fue concejal en su pueblo, gaitanista, liberal. Un día un hombre le advirtió que los conservadores iban por él. El libreto ya se sabía. Mataban a los liberales, se apropiaban de sus casas, violaban a las mujeres, les arrebataban la tierra. Mi abuelo con sus hijos decide irse para la ciudad. ¿Qué hace un campesino sin tierra en Medellín? Desarraigados, melancólicos. Nunca escuché esto de mi abuelo, pero estoy casi convencido que él y sus coterráneos andaban afligidos por haber perdido su vida en el campo.
Construyeron una casita en Aures. Mi abuelo no abandonaba su costumbre de criar cerdos, ya no tiene tierra, lo hace en un reducido lugar en la parte trasera de su casa “urbana”. En una mañana mi abuelo está lidiando con sus animales, un cerdo, unos perros, un gallo. Aún no concibo como metió tanto animal en un pequeño patio. Ya no lo dudo, mi abuelo sentía nostalgia por la vida del campo que perdió. Decía que una mañana mi abuelo estaba lidiando con sus animales, mi hermano mayor y yo estábamos cerca, el viejo nos llama para que lo ayudemos, mi hermano, siempre valiente se acerca alegre. Yo, me quedo rezagado en la puerta. Tengo pánico al perro que ladra, el cerdo grita y me asusta más. “Ese muchacho es un güevón”, dice mi abuelo mirándome en el instante que me he paralizado en la puerta; he perdido el afecto del abuelo, me quedo solo y con la vergüenza por ser un cobarde.
En la casa de los abuelos vivimos un tiempo, luego comenzaron los periplos. Itagüí de nuevo, ya lo he dicho, Bogotá, el 12 de octubre, de nuevo en Aures, ahora una casa para nosotros solos, sin animales para mi satisfacción.
Una nueva escuela. Grado segundo de primaria. A la profesora de ese entonces se le ocurrió la idea estrafalaria que para aceptarme en la escuela debía presentar una prueba delante de todos los niños del salón. El desafío era hacer una resta con números de varias cifras, “llevando”; la hice correctamente, estupor en el auditorio. Como que nadie sabía restar allí porque desde ese momento me convertí en el “intelectual” del grupo. A los pocos días ya tenía un muchacho que medía el doble que yo intimidándome y obligándome a que le hiciera sus tareas, so pena de una buena golpiza. Una vez más mi hermano mayor, el valiente, fue el que me defendió. ¿De que servía saber restar sino me sabía defender? Mi hermano me defendía en la calle pero luego él mismo se desquitaba en la casa.
Papá compró un lote para construir una casa, estaba cerca a la casa alquilada donde vivíamos. Pero el lote no era plano, era un barranco, un precipicio, una ladera, compró un hueco para rellanar, costaba más el relleno de piedra que construir la casa. Hijos de campesinos sin tierra, desarraigados en la ciudad. En el lote nunca se construyó nada, papá lo volvió a vender.
Aures parece una cordillera, a un costado del barrio había un valle con una pequeña quebrada, las aventuras consistían en ir por allá a recoger moras. Mi hermano mayor, siempre temerario se iba más lejos. Un día se fue a una finca –propiedad privada- y por robarse unos mangos lo agarraron a tiros. A él no le daba miedo seguía con sus aventuras, yo prefería quedarme en casa. “Saca a ese muchacho para la calle que se va a volver un güevón”, ahora le decía mi padre a mi madre refiriéndose a mí. Un día a regañadientes salí, no había transcurrido cinco minutos y una piedra se había estrellado en mi cara, coincidió que en ese instante estaban “jugando” a tirar piedra. Regresé ensangrentado lleno de histeria. Que me digan “güevón” yo a la calle no vuelvo. A mi hermano lo regañaban porque amaba la calle, a mí me regañaban por lo contrario.
Aures tiene una panorámica privilegiada, se ve todo Medellín, el río, los edificios, es como estar encima del mundo. Es estar rodeado de montañas, viviendo en la parte alta de una montaña contemplando la ciudad.
Un día mi otro hermano, el menor, me dice, “¿David que habrá detrás de las montañas?” y él mismo se responde: “Bogotá”. Yo, el “intelectual” lo corrijo, “No, nada de Bogotá, detrás de estas montañas sólo hay más montañas”.
Todas las calles de Aures –menos una, la principal- estaban sin pavimentar. Eran de una tierra amarilla seca, tierra estéril, ni si quiera en los frentes de las casa había jardines. Mi primer pensamiento pre-marxista: ¿Por qué no pavimentaran todas las calles para que todos tengamos progreso? Ya estaba echado a perder, al mismo tiempo mis hermanos jugaban tranquilos sin pensar tantas pendejadas.
Un día me enamoré, cerca de la escuela, vivían dos hermanas, Sandra y Elvia, me enamoré perdidamente de la primera. Ahora sí quise salir, tomé como costumbre salir a caminar para pasar por su casa y mirarlas, nunca me atreví a hablarles, a lo lejos me sonreían pero nunca fui capaz de hablarles. Por una mujer me convertí en un caminante.
A lo lejos en la ciudad sonó una gran explosión. “¿Qué fue eso papá?” – “Mataron al gobernador”.
Días después las explosiones sonaron más cerca, a tan sólo una cuadra de nuestra casa acribillaron a balazos a unas personas en una taberna, era de noche, los disparos sonaron estruendosamente por varios minutos. A pesar que estábamos resguardados en la casa, vi el terror en el rostro de mi hermanito menor, estaba lleno de pánico, lloraba sin parar; ahí supe qué era la angustia verdadera. Desde ese momento comprendí que mis propios temores eran trivialidades. El verdadero miedo era otro, la muerte que siempre ronda en Medellín.
Uno de mis hermanos tomó la costumbre de irse para el parqueadero de autobuses, ese lugar sería el nido de reclutamiento de maleantes y sicarios. Ahora en todo el Valle de Aburrá comenzaría la violencia descomunal de la época de Pablo Escobar. Era en todas partes pero todo comenzaría en los barrios altos de la ciudad, con los nietos de los campesinos desarraigados por otras violencias anteriores, casi nadie recuerda eso y sin embargo es crucial. Papá tomó una decisión sabia. “Vámonos de Aures, acá se nos van a dañar nuestros muchachos”.
Nos fuimos. Nos salvamos. Pero, ¿para dónde?, para Itagüí, ¿Acaso allá no era lo mismo? Al parecer por unos días no. Quedarnos en Aures hubiese sido peor.
Tengo una infancia atragantada, una ciudad atravesada como un puñal que se quedó incrustado entre mis huesos y mis pensamientos.
Anhelos y temor.
[author] [author_image timthumb=’on’]https://scontent-a-mia.xx.fbcdn.net/hphotos-ash2/t1.0-9/31774_102838173096686_2341246_n.jpg[/author_image] [author_info]Frank David Bedoya Muñoz (Medellín, 1978) es historiador de la Universidad Nacional de Colombia, fundador de la Escuela Zaratustra, autor de los libros «1815: Bolívar le escribe a Suramérica», «Tras los espíritus libres» y «Andanzas y Escrituras». Actualmente reside en Venezuela donde viajó a comprender en profundidad la Revolución Bolivariana. Leer sus columnas [/author_info] [/author]
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